Esa Torre


Abro los ojos. Tras las gafas de sol —que espejean al ritmo de la carretera— se dibuja un camino diferente. Miro a través de la ventana del bus y no veo más que el propio reflejo de un ser melancólico. Los minutos pasan despacio, al ritmo pausado de un corazón podrido de latir. Campos, cereales, gasolineras, sensaciones y recuerdos. Se hace difícil centrar la mente. Ahora mismo se encuentra dividida entre tres filas más adelante y a la vez a miles de kilómetros de este autobús.

Escasos minutos atrás mi mirada divagaba entre el horizonte, ella, y mis propias botas. Bello panorama el de hoy. Ver pasar la vida encaramados en los sonoros pasos de un pueblo olvidado en demasía. A cincuenta metros de altura todo parece distinto, hasta el mero compañerismo se disfraza de cómplice asentimiento, y los cigarros se consumen paralelos a las almas de dos seres casualmente reunidos en la ventana de una torre.

Es maravillosamente extraño, inaudito, nuevo. Debajo de los sillares de caliza milenaria el mundo parece detenerse, y sólo el pom pom, pom pom, de nuestros corazones insufla el aliento necesario para no sumirnos en la más profunda de las noches.

Estoy entrando de nuevo en Madrid. En un sutil baile de imágenes voy y vengo entre el ahora y el ayer, mientras las sombras de los edificios envuelven todo mi ser. Al tiempo que me despido de ese paréntesis que ha marcado mi día y mis recuerdos, digo adiós a esa vivencia necesariamente obligado a olvidarla para siempre.

Eran las seis de la tarde de un apacible día de abril…

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El Último Cartucho


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Réquiem del Solitario

Camina solo. Siempre ha sido así, y eso le gusta. Algunos aventurados prejuiciosos en su día lo calificaron de misántropo, pero él está por encima de cualquier adjetivo o convención social, simplemente no comparte los ideales de oferta dos por uno de sus congéneres. A su alrededor desfilan edificios tan grises como las vidas de sus inquilinos, y sobre la tez se han deslizado todos los vientos del mundo, del siroco a los alisios, fieles y contumaces compañeros desde el Adriático hasta el mar del Japón.

Un Sol en fuga perfila una silueta tan escuálida que bien podría evocar la misma nada, mientras que por la margen izquierda del río cenagoso y pútrido que hace las veces de escolta se desdibuja en la bruma pertinaz nuestro protagonista. Amigo sólo de su propio saber y del camino que hace al andar, observa en derredor un mundo que no llega a comprender, pero del que se resigna a transitar en busca de su sentencia particular.

Él es el antihéroe, aunque todo le de lo mismo. Su mirada —vacua y cansada— propaga a la sombra de los vientos el gran chiste del mundo que nos rodea. Pero eso es algo que viene dado desde la noche de los tiempos, y él no desea más que pasar inadvertido y echarse a dormir…

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Tirando a matar

Un día de página en blanco. O una jornada en gris plomizo. Sin ganas de nada, ni de salir, ni de saber nada de nadie. Lento deslizar de la apatía entre mis dedos, barrunta la desgana sobre la voluntad, negro nubarrón pende cual Damocles sobre el horizonte. El gel de la desidia ante todo yergue los muros que separan mi vida de la de los demás. Sólo me queda una salida, un pensamiento que desgarre esta prisión involuntaria en la que me hayo inmerso desde hace horas. Duermevela.

Martillo pilón que pulveriza cualquier atisbo de olvido. Masa portentosa de futuribles plegados por un Demiurgo en continuo rol de bufón. Gato y ratón de los sentimientos, juez y parte de la duda que sonríe siempre a nuestras espaldas.

Arderá Troya, caerá París, Bruselas, Berlín. Sólo quedarán los restos de naciones nacidas en la cínica postura de la omnipotencia. Por suerte sus cimientos, la gente de a pié, nosotros, renaceremos de entre los escombros de la miseria para lanzar un claro mensaje, el olvido es la mejor de nuestras armas. Ni el bien ni el mal son valores absolutos, ni la verdad o la mentira dependen de algo concreto, sólo existen consecuencias (sic, Abs.).

Ah, las relaciones ¿Qué es eso? Puro cartón piedra.

Mañana será el día del recuento de daños. La fiel infantería no retrocede por un golpe, tan sólo se prepara para el asedio final…

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Último día

Ayer se fue. Cogió la salida y traspasó su umbral. Nunca sabré si esa pequeña pausa tras la puerta significó algo. Quizás sí, o quizás no. Tras recobrar su firmeza cerró tras de sí, dejando una profunda huella allí en donde creyó estar para siempre. Los últimos tiempos fueron premonitorios, como la marea que llega poco a poco avisando suavemente con la brisa del cambio. Han sido días en los que el final ha llegado sin estridencias, sin señales espectaculares, callado como una enfermedad o una sentencia sin apelación.

Al principio todo era expectación, auténtica ilusión por conocer todo de ella mientras me fundía en su mirada de cobalto, o apoyaba mi barbilla sobre su pelo en medio de una clase magistral de sentimientos. Ahora todo terminó. Hemos estado por última vez frente a frente, mirándonos a los ojos, y al fin la he visto fuera, lejos. Completamente extraña, como si su vida y la mía discurrieran por caminos distintos. Y lo singular es que al advertir eso no experimenté dolor, ni melancolía. Sólo una precisa sensación de alivio infinito, e indiferencia. Eso quizás sea lo más extraño de todo, la indiferencia. Tras ocupar mi vida durante la intangible eternidad de los sueños, resulta que ahora ya no me importa. Ya no es asunto mío y eso me hace sentir egoístamente limpio y libre.

Hemos crecido a la par, compañera de aventuras y amiga en las penurias. Aún recuerdo esas noches estrelladas de verano en las que me preguntaba qué habría ahí fuera. No lo sé, respondía, tan sólo sé que debe de haber mucho por descubrir. Ella, en su fuero interno divagaba entre el asombro, la duda, y la cómplice compañía. Eterno contrapeso de mis cavilaciones, continua sorpresa en mis dudas, permanente sonrisa en sus facciones. Ahora ya no está. Ha partido siguiendo el camino que yo mismo ayudé a trazar.

La última mañana, la de su despedida, no fue tal. Con el primer alba gris, que de nuevo la había sorprendido fumando en el balcón, recogió sus pequeñas cosas y cargó al hombro su permanente y roída mochila de viaje. Simulando que dormía, la vi asomarse a mi dormitorio y mirar al que un día fue su confidente, y con un deje de enigmática sonrisa, se alejó hacia la puerta en su particular cortejo de despedida, al que sólo asistirían sus recuerdos y mi alma asomada tras sus tacones. Como digo, esa fugaz duda en el quicio de la puerta pareció significar que todavía le importaba, o quizás en un postrer acto de ironía lo hiciera en homenaje a todo este tiempo de mutua convivencia.

Termino de teclear estas líneas, me levanto y apago la música que nos ha acompañado durante estos últimos meses. Qué cosas. Por qué tendré un nudo en la garganta. A fin de cuentas, sólo se trataba de un sueño más.

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Puesta de Sol en Debod

Pues eso. Conozco a un par de ancianos, la típica pareja de amigos de vuelta de la vida. Pasan de los setenta y muchos, pelo blanco recién cortado y gorrilla a juego, con una chaqueta con más historia que todo el barrio de Lavapiés. Me los encuentro de vez en cuando, aquí y allá, y tienen la curiosa virtud de aparecer en el momento más inesperado, detrás de un árbol en Florencia, acodados en un muro del Sacromonte de Granada, incluso los he visto tras su particular chaflán en donde la vida da la vuelta. Ayer los volví a ver cerca del templo de Debod, en Madrid.

Pasaban de las siete de la tarde y el Sol lamía con desgana las cada vez más alargadas sombras de nuestras siluetas. Con un deje de irónica curiosidad mis viejos amigos parecieron mirar hacia mí de nuevo. Soy de naturaleza tímida, por lo que no mantuve la mirada más allá del mensaje que me transmitieron aquellos ojos, ya secos, a base de derramar sudor y lágrimas a lo largo de los duros años que les ha tocado en suerte vivir. Como digo, aparté la mirada al ver en ellos reflejada la pequeña e incómoda historia de siempre, la de los pocos seres que aún aguardan un mero reconocimiento sobre sí mismos.

Caminé otro poco y alcancé un bonito mirador desde el cual se dominaba el Madrid de taberna fundido con el de salón. Seguían allí. Siempre siguen. Esta vez observé algo diferente ¿me estoy volviendo loco? —Me pregunté a medio camino entre el miedo y la sonrisa—. Aquellos venerables abuelos no eran dos extraños que el fluir del Destino ponía de tanto en cuando, para recordarme con hechos que mi sendero de crecimiento personal no varía en mucho del que siguieron ellos en su día. Por el contrario, los conocía bien, más incluso que a mí mismo.

Y de pronto comprendí. Aquellos curiosos que de vez en cuando nos miraban éramos mi amigo y yo, y que desde el lugar en donde habíamos estado hasta ese momento se acostaba el Sol entre luces estertóreas, escapando en el vacío de su insondable caminar.

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Egolatría

Ese ego, que ni mata ni siente pena. El mismo ego que no pregunta, ni se altera. Tan estólido, que de puro valiente no se rinde ni ante la evidencia…

Por qué, me pregunto. Qué tiene esa presuntuosidad que tan extendida parece hoy día. Ese ego, que hiere sin proponer y mata sin avisar.

Dónde —me cuestiono— ha quedado la humildad, ese crepúsculo actualmente guarecido de las sombras de este mundo. Ese ego, que roza lo superfluo o penetra hasta los pozos del infierno.

En cualquier caso, hoy el ego me ha mirado a los ojos y me ha llamado pardillo. Oh sí, lo soy. Pardillo ante la frágil mirada de quien no ve más allá de su propia ignorancia. Ajeno a su manera de entender la vida. Miserable despojo de carne humana que continúa respirando por un leve capricho del azar, mientras escribe estas líneas bañadas de profunda e hierática penitencia.

El ego. Mil veces repito la palabra y no deja de doler. Eterno fluir de sangre en vano derramada en pos del crecimiento personal.

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Pandemónium

Lo confieso, soy un ignorante. No se nada del mundo, tan solo alcanzo a atisbar el colosal tamaño de la máquina que nos rodea, y que comienza a chirriar. Pero eso no es nada y a la vez es mucho, por cuanto la gente de mi alrededor —salvando honrosas excepciones— es literalmente ajena a lo que se cierne sobre nuestras cabezas. Pero al tiempo no es nada, porque el problema escapa a cualquier control, y quisiera poder parar esta gran rueda que gira sin cesar camino del abismo y decir, paren, que me bajo. Lamentablemente eso no es posible, y a cada vuelta de la rueca del Destino que nos acerca al precipicio trato de asirme a lo único seguro, el autoconocimiento y la férrea voluntad del que es consciente de su propio potencial. No quisiera verme sumido en el mismo caos que mis semejantes se niegan a vislumbrar y preguntarme cómo he llegado hasta aquí.

Basta caminar por cualquier noche chispeante de Madrid para darse cuenta. Es casi como un bautismo o un ritual pagano, pero es en esos momentos cuando recuerdas quien eres, y qué estás haciendo aquí. Bajo las mismas gotas de lluvia de las que los inseguros tratan de guarecerse bajo la capucha de la feliz ignorancia, todo se ve de otro modo. Puede que todo esté escrito, y que las grandes crisis sociales que se avecinan —hermanadas con su alter ego, la pobreza— sean necesarias para renovarse. Así ha sido durante siglos y no veo el motivo por el que debería ser diferente, por cuanto que es en los grandes problemas donde los audaces ven grandes retos y oportunidades. O puede que no —lo cual es inquietante—, puede que viajemos de la mano de la irresponsabilidad y la cruel inocencia de las clases subyugadas por el servilismo hacia el sistema. En ese caso hambre, dolor o miseria adquieren un sentido macabro. ¿Tiraremos al pozo los grandes avances que nos ha costado siglos conseguir? No me extrañaría lo más mínimo. La Historia nos enseña que no aprendemos, hacemos nuestro el dicho de tropezar no ya dos, sino muchas veces con la misma piedra, mientras echamos por tierra con sangre y pereza nuestro mundo.

A mí, particularmente, ya casi me da igual. Creo que no deseo seguir viendo esta degradación del ser humano en mero homínido parlante. Tan sólo lo siento por el jornalero que ara la tierra desde las seis de la mañana, o por el obrero que se deja la piel y el sudor por un mísero salario que le permita dar de comer a su familia. Por la clase dirigente, por aquellos tragaldabas calienta poltronas no lo siento. Pues ni siquiera creo que el pandemónium los afecte. Cómo hacerlo si, erigidos en su alcázar del poder, distan kilómetros de los problemas de a pie. Y si aún así se los llevan por delante —cosa que deseo—, estos bocachanclas dirán, mejor diez años rey, que cincuenta como buey. Los hideputas.

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Leo, la Bestia

Pasaban de las seis de la tarde y la luz crepuscular avanzaba como una admonición, las sombras envolverían en poco tiempo el escenario en el cual talento y voz se aunaban en un ser llamado Leo.

Por delante, decenas de seguidores aguardaban expectantes el momento cumbre. Por detrás, mujeres fatal compartían miradas furtivas con medio mundo, en un extraño juego del gato y el ratón en el cual no estaba claro quien sería el felino una vez caída la noche. Juanjo, fiel compañero en estas lides, observaba en derredor posibles encuentros entre los dioses del caos y la masa enfervorecida, que aullando al son de un metal forjado en el mismo infierno, bien podría haber servido de fiel infantería del averno.

Y llegó el momento. Una paradójica cadena de metal nos separaba de nuestro destino. Tras franquearla, el cielo se cubrió de chispas cuando tres palmas chocaron con considerada camaradería. Fuerte y decidida, no esperaba menos de Leo, la bestia. Entre firmas y alboroto, Juanjo y quien escribe nos fotografiamos como uno más. Aún con el picor en las palmas nos despedimos mano en alto enarbolando un saludo universal. Felices de conocer en persona aquella voz que nos ha acompañado durante años en los momentos más intensos. Y es que alguien como nosotros, que criticamos con saña este mundo dejado de la cordura, también merecemos echar una canita al aire…

No solemos idolatrar nada ni a nadie, pero en este caso la excepción confirma la regla. Unos pocos instantes con la leyenda del metal español bien merecen la espera.

Por unos minutos volvimos a ser humanos.

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El Gran Juego

Esta sala de espera en la que se ha convertido nuestro curioso devenir no entiende de días ni de noches, de bien ni mal, ni de luces o sombras. Sólo entiende del lento tic tac a veces acerado, incluso en ocasiones envuelto en fluorescente evanescencia, redivida día a día en el tañer de nuestra propia experiencia.

Y resulta que, en medio de la vorágine costumbrista, llega un momento diferente. Uno de tantos que nos pueden hacer pensar en lo digna —aún así— que es de vivir nuestra vida. Como aperitivo vespertino, dulcemente otorgado por la vana ilusión de quien vive pensando en el mañana, pensemos pues en un pequeño episodio —de los que no se registrarán nada más que en el abismo de la memoria, siendo recordados vívidamente por los afortunados protagonistas— de unas horas en la vida de dos peones de este gran juego.

Era media noche y la duermevela se posaba sobre los tejados de una población sumida en la praxis salival de unos pocos seres anónimos, que con sus caricias, rubricaban con pan de oro su presente. Una de esas parejas —escapada de la inquisitorial mirada de las buenas costumbres— reposaba furtivamente en una cama en la que el morbo, la humedad y el olor a sexo prenderían el mismo ártico. Bésame dijo ella, y la locura hormonal fieramente desatada de los más recónditos eones, los cubrió con su manto desatado del placer. Llevaba medias negras, y colgando de su mirada un deje de irónica rebeldía. Él, triunfador en la empresa que acometía en los albores de la noche, paladeaba cada beso y cada descarga de eléctricas sensaciones. Y lentamente, sin perder ese aire casual que desprenden dos almas errantes unidas por el deseo, se fueron sumiendo en vapores oníricos que habían llegado casi sin avisar, pausados y sigilosos, duchos en el arte del olvido. Muy lejos de todo aquello creyó estar al despertar abrazado al hueco de su ausencia en el colchón. Las sensaciones habían volado y con ellas, su cartera y las llaves de la venox. Y como el paria que nunca dejó de ser se puso en pié, arrastrando el olor de la noche y los recuerdos del espejismo en el que pensó instalarse para siempre.

Paradojas de la vida, en la que cada cual adopta el papel que desea, desde la femme fatale hasta las buenas costumbres, o del seductor engañado al lento rodar de la chopper. La diferencia radica en cómo miramos a la vida, de frente, prudente costado, o temeroso revés.

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El Libro de las Sombras

—Y entre susurros se sumió en el más profundo de los sueños, aquel que media entre dos eternidades—. Así acaba cierto capítulo del libro de las sombras. No es de extrañar, por otra parte. Actualmente conciencia, honor y voluntad parecen haberse emancipado de las inherentes características de cualquier ser humano, sumiendo a éste en un vago y brumoso páramo desierto. Por contra, valores como el idealismo del yo, y de las costumbres, como la sumisión —todos ellos de dudosa valía—, parecen ocupar su puesto al tiempo que reclaman nuestra parcela volitiva.

No me quiero desviar porque lo que pretendo decir no es fácil, pues pertenece al etéreo mundo de los seres sin rostro y de las virtudes olvidadas. Existen a mi juicio dos grandes grupos de personas, a su vez divididos en pequeños subgéneros y ramas de un mismo tronco principal. Tomando no sin cierto reparo algunas ideas de Nietzsche, podemos distinguir entre personas que cargan sobre sí con la sumisión de lo cotidiano, de las normas y actitudes bien vistas por la sociedad, y personas rebeldes, no sin causa, sino contra un mundo que no los satisface. Ciudadanos que se niegan a serlo, que levantan los puños reclamando una individualidad que se empeñan en arrebatar la sociedad y el sistema.

Visto así es fácil caer en la idea —errónea por cierto— de que nosotros somos rebeldes, que luchamos. No, no luchamos. Dejamos de hacerlo hace décadas, en el momento en que la televisión y demás comodidades rodearon nuestro ambiente alejándonos de lo natural en un ser humano, la duda, el cuestionamiento de nuestro entorno y de nosotros mismos. En definitiva, el inconformismo que nos ha impulsado a crecer como seres racionales desde hace milenios. Ahora es fácil creer en nuestra propia libertad y buen juicio, sin embargo libertad y juicio son palabras carentes de sentido hoy día. Ni somos libres —pues vivimos en una sociedad permanentemente vigilada, estudiada y clasificada—, ni tenemos el juicio necesario. Éste quedó abolido el día que nació la palabra marketing y fue rematado con estudios de mercado. Sí, somos libres de ir al centro comercial que casualmente tenemos en el centro neurálgico de nuestra ciudad, y comprar lo que queramos motivados por el perpetuo asedio de lo novedoso. Hoy día muy pocos luchan de verdad por sí mismos, por la supervivencia de lo que consideran suyo. No culpo a los que no lo hacen —o hacemos, según se mire—, tan sólo constato una triste realidad. Perdimos el control, eso es todo.

Por eso, aquellos jinetes del yo siguen al pie del cañón. Insatisfechos con su entorno, todos los días libran batallas consigo mismos. Sin embargo la guerra no está perdida. Aún no. Todavía hoy día es posible reivindicar nuestra propia parcela en esta ágora cada día más inquietante. Tan sólo basta con pensar, qué es lo que he hecho yo para mejorar este mundo, y salir a la calle. Lejos y con la perspectiva del pensamiento es más fácil valorar la empresa que acometemos.

El libro de las sombras no es más que el diario de los que un día decidieron ponerse en pie, y asumir la soledad que provoca la búsqueda de uno mismo y de su Destino.

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