La noche es pelirroja

¿Sabes lo que se siente cuando ves que los hechos escapan a tu control, que no importa el hoy, o el mañana, porque es tarde, y sin hacer nada te plantas en el trecho sin salida que media entre la impotencia y la confusión? Es jodido, es un sentimiento realmente jodido. Ocurre que en ocasiones todo se va a la mierda porque no haces nada; te quedas plantado viendo tus oportunidades pasar, y en lo que dura un suspiro arrancado a la desilusión te ves solo. En otras situaciones todo se desmorona porque no haces nada, cuando se supone que debías haberlo hecho, o al menos se supone que así debía ser, y zas, al carajo. Como suele decir un amigo: deberían enseñar que todo se va a la mierda, simplemente; que es igual lo que hagas, o digas, o pienses, actúes o no, todo se acaba hundiendo como el Titanic, sin prisas pero sin pausas, de tal manera que nada más zarpar sabes el fin de la historia.

Me quedo sentado frente al teclado según voy recordando los hechos, y aún me parecen seguir mirando aquellos ojos. Pero no soy yo al que miran, porque ahora me veo como a un extraño, y la pareja que desafía el frío de pie, en un camino de tierra tras unas casas, alumbrada por sólo unos vestigios de luz anaranjada, no es sino nadie, apenas dos sombras que se miran a escasos centímetros el uno del otro. Y gracias precisamente a que me veo como a un extraño que pasa casualmente por ahí, al que no importa dicha escena más que algunos sentimientos encontrados, es como si no fuera conmigo. Pero el problema es que sí va. Y es probable que escriba para olvidar y traspasar al papel todo lo que siento, para poder descansar al fin. En realidad no lo se, por una parte deseas olvidar, pasar página, pero ciertamente no puedes porque el mundo del ensueño y el recuerdo es algo bello, casi bucólico, y es fácil huir del presente resguardándote en la memoria. Ahora la pareja —o debería decir simples jóvenes—, que ni es pareja, ni lo ha sido nunca, parece separarse mientras mutuamente se emplazan a verse al día siguiente. Realmente es doloroso, sientes —o más bien sabes— que van camino del precipicio. Deseas ardientemente advertirles, pues aún siendo meras sombras de la memoria te acaban importando. Quieres gritar, lo intentas, te acercas, los tocas en el hombro, pero no existes para ellos. Quizá no hayas existido nunca más que para ti mismo, y tu doble —que en este momento ha cambiado de lugar y de escenario, mientras la besa en medio del bullicio de una noche de verano— resulte ser un pasatiempo, un juego del ardid de los Destinos.

Igualmente no importa. Nunca ha importado, ni debería preocuparme en lo más mínimo. El camino se ve distinto cuando lo transitas, y es un camino que debe ser recorrido alguna vez. Una vez más los sentimientos han de ser solapados ante la evidencia, porque el mañana no nos depara sino desilusiones cuando nos planteamos esperar algo bueno; el deseo y la expectativa son malos aliados, y ésa además no es nuestra guerra, ni siquiera nuestro bando, batalla o bandera, pues no hay arte o desgracia humana que describa con fidelidad el sonido acuoso y quebradizo que oyes cuando recibes un disparo. Y ese proyectil perdido llamado separación que estalla en tu interior no hace más que buscar tu alma para robártela y llevarte con ella, mientras te susurra al oído que es el final y Caronte espera. Sin embargo ocurre un milagro; es algo mágico sin duda, porque ya no tienes alma —te la robaron hace tiempo dos inmensas pupilas bañadas en caramelo—, y el disparo yerra, te hiere y sangras, pero el barquero se queda sin huésped. No puedes morir, estás atado a la vida, obligado a vivirla una y otra vez mientras transitas sus recodos y pruebas los distintos sabores que a todos nos reserva. Resultas al fin peregrino de personales horizontes y caminos, siempre con la moneda para Caronte en el bolsillo, pero también con la certeza de saberte dueño de tu propio Destino.

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Cuando éramos niños

En ocasiones me pregunto si todo lo que gira a nuestro alrededor, si toda nuestra vida, es producto de nosotros mismos o de algo más caótico y más complejo. Contaré una pequeña historia; de esas historias anónimas que de puro vulgares transmutan en verdades universales, en pequeñas esquinas de un laberinto bautizado en nuestro honor.

Es difícil recordar buena parte de ella. Me quedo sentado ante la máquina de escribir y clavo los ojos a través de mis palabras mientras veo aquel juego inocente —que ni es inocente, ni continúa siendo un juego—, en mitad de aquellos años de falsa seguridad. El roce del tiempo marcaría para siempre la memoria; y mientras escribo sobre estas cosas, el acto de recordar se convierte en una especie de reacontecer. Lo malo nunca deja de volver, vive en su propia dimensión, repitiéndose una y otra vez. Te encuentras plantado, ante la frontera de la vergüenza o el atrevimiento, y dudas. Por un instante vacilas entre el ir y venir de la mirada que observa a escasos centímetros de ti, de tal modo que casi oyes el latir de su corazón, o entre la lenta licuación del hielo de tu copa; han pasado muchos años desde que algunos de tus amigos emprendieron ese viaje, ese transcurso sin retorno entre la juventud y la niñez que ahora te planteas transitar. Pero el problema no radica en el éxito o el fracaso en la empresa que acometes en ese instante, se trata del gran salto al vacío que supone perder los infantiles miedos, para crecer como persona, para convertirte en el hombre que aspiras a ser. Los ojos te miran de nuevo, y todos los ojos del mundo; tus padres, amigos, hermanos, compañeros, políticos, granjeros, reyes, mendigos, tus abuelos, hijos nonatos, todas las novias que habrás de tener, o todos los problemas que habrás de superar, pues el mañana es ahora. Y sientes toda esa presión sobre ti, mas tratas de ignorarla resguardándote en “ella”, y al cabo te das cuenta de que todo es banal, que has perdido el alma en la profunda amplitud de unas pupilas, y ya nada es igual, no. Has dado el paso casi sin querer darlo. Entonces, perdida la inocencia y el temor, oyes el aullido desde tu interior animándote a decírselo. De repente el mundo se para, y todas esas gentes que creías fiscalizándote han desaparecido, no quedando sino “ella”. Y te lanzas al camino…

Supongo que en cierto sentido tienen razón: debería olvidarla. Pero el problema es que recuerdas porque no olvidas. Tomas el material donde lo encuentras, que es en tu vida, en la intersección del pasado y el presente. Todo lo que puedes hacer es elegir una calle y viajar por ella, expresando las cosas a medida que van llegando. Ésa es la auténtica obsesión. Todas esas historias, recuerdos de una infancia en el limbo del pasado. Lo que se adhiere a la memoria, a menudo, son esos pequeños fragmentos extraños que no tienen principio ni fin.



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Esas gorras

No puedo evitarlo, al verlas se me sube la pólvora al campanario. Las ves, muy dignas ellas, encaramadas casi en la coronilla del chungo de turno, con la visera cuasi vertical, y como no, medio de lado. Rediós, que mala sangre se me pone. Y no puedo evitarlo, quizá sean los años, o simplemente sea el sentido común, la cultura, o el pensamiento crítico. O puede incluso ser mi cada vez más marcada tendencia de repulsa al rebaño, a la masa informe de gente desgarbada y sin más motivaciones que las de caer bien al grupo, sin ideas, sin nada más que su gorra, sus oros, y todo los abalorios remanentes de una sociedad en decadencia.

Como digo, es verlos y torcer el gesto. Es algo mágico, casi una exégesis hereje como salida de la nada. Algo que nace de mis adentros y que me hace elucubrar —entre dimes y diretes— ciertos pensamientos. Cómo si no —aún en la repulsión hacia todo aquel que acepta lo que le toca, sin planteamientos, sin cuestiones ni cavilaciones—, explicar que es avistarlos por proa, y bullir en mi interior el carcajeo, esa risa incontenible del loco que todos somos.

Es fácilmente explicable. Esos pensamientos encontrados a mitad de camino entre el asco y la risión no son más que reflejos naturales. Por qué, se pensará. Pues porque —mira tú por donde— la degradación conduce a la locura, a la histeria en principio individual y finalmente colectiva de una sociedad. Los ves venir y te preparas, sabes que en cuestión de segundos la bilis amargará tus pasos, pero a la vez tienes la certeza de que esas pobres gorras —las cuales no tienen culpa de nada, por cierto— van —vamos— camino del abismo, y te acabas riendo malévolamente para tu gola. A fin de cuentas uno es humano —uno, individual y particular; no muchos, colectivo o vulgar—, y termina mirando al frente al cruzarse con ellos, sonriendo, mientras barrunta la desgana, la ira, o la felicidad a un tiempo, y tiene la certeza de que las estrellas pronto se irán apagando…

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Vacua y cansada

Su forma de beber era tranquila, deliberada y melancólica; y cuando el vino empezaba a hacerle efecto cerraba la boca y rehuía la presencia de sus amigos. En realidad, cada vez que pienso en él ebrio lo recuerdo solo, en nuestra pequeña casa de la calle del Arcabuz, en la corrala que daba a la trasera de la taberna del Turco, inmóvil ante el vaso, la jarra o la botella; los ojos fijos en la pared de la que colgaban su espada, su daga y su sombrero, cual si contemplara imágenes que sólo él y su silencio obstinado podían evocar. Y por la forma en que luego crispaba la boca bajo el bigote de veterano, me atrevería a jurar que aquellas imágenes no eran de las que un hombre contempla o revive con agrado. Si es cierto que cada cual arrastra sus fantasmas, los de Diego Alatriste y Tenorio no eran serviciales, ni amables, ni tampoco grata compaña. Pero, como le oí decir alguna vez encogiendo los hombros con aquel ademán singular, tan suyo, que parecía hecho a medias de resignación e indiferencia: cualquier hombre cabal puede escoger la forma y el lugar donde morir, pero nadie elige las cosas que recuerda.

Las aventuras del Capitán Alatriste
Limpieza de Sangre (II)

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