Aquel Parque


Pues eso. Volvía yo a mi casa cruzando un parque cercano. Era la una del mediodía de un sábado perdido en este frío y turbulento invierno. Las últimas gotas de humedad subsistían matizadas en vestigios del rocío del alba.

Siempre me ha gustado ese parque. Sus altos árboles y su olor a naturaleza en medio del infierno de acero y humo comúnmente llamado metrópoli. Como un oasis de descanso en medio del bullicio, no han sido pocas las mañanas y tardes de paseo al abrigo de sus fuentes. Pero el otro día había algo diferente, distinto, abuelos en máquinas de ejercicio y niños saltando en una orgía multicolor bautizada “fantasía”.

Ya ha llegado aquí también —pensé para mí-. Curiosa forma de afrontar la vida tras los sesenta y cinco. Modas que ya han calado en el olvidado sector de la tercera edad. Han atracado en este barrio en el que hasta hace poco los niños jugaban con peonzas y ahora pelean entre sí por llegar a la cima de color y música en que se ha convertido su “fantasía”. Han llegado puntuales a la cita, la de lo políticamente correcto y su saldo de votos correlativo.

Y claro. Me pregunto qué demonios pensarán aquellos señores dando pedaladas en un palo. Probablemente no quiera saberlo, porque es posible que se consuman en las apáticas mañanas de Enero recordando su pasado. Y yo que me pregunto estas cosas, me debato entre la duda y la certeza de algo que nos supera. La vida y su transcurso, comprendida en ocasiones como una suma de experiencias o en otras como una angustiosa cuenta atrás hacia lo desconocido.

No lo se. Pero aquel parque continuará siendo mudo testigo de vidas sin rostro recostadas al calor de un Sol invernal. Los perros seguirán corriendo por su césped, y los niños jugando mientras la vida pasa de largo ajena a estas reflexiones.

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Amalia

Vengo hoy cariacontecido. Y no es para menos, habida cuenta de que me he percatado de mi desconocimiento sobre cómo se llama la vecina de enfrente. Puede parecerles irónico, incluso risible, pero es una verdad que trae cola.


A ver cómo se le queda la cara a uno si tras veinte años de existencia, sólo conoce los apellidos de la vecina simpática a la que siempre saluda. Amelia creo que se llama. Cuando me ve, seguro que está apunto de decirme baja el volumen, chaval. O eso creo, porque reconozco que soy un melómano que sin música no puede vivir. Y va la torda y no lo hace, me mira como sólo una mujer entrada en años sabe hacer y yo la correspondo con la complaciente mirada del a ver si llega ya el ascensor. Manda huevos.

Esto tiene tela. Como decía uno que yo me se, pardiez, yo también he caído. Cosas de la vida, supongo. Un día te levantas y descubres que poco a poco, paso a paso, día a día, te vas convirtiendo en ese ser asocial que tanto criticas. En esos pies que te llevan de un lado a otro, que de verlos caminar te los sabes de memoria.

No quiero decir con esto que desee la multitud, pues en ocasiones rayo en la misantropía, pero sí apuntar que ya está bien, coño. Que estamos perdiendo hasta lo más importante, aquella calidez entre las personas que por azares de la vida se veían obligadas a convivir en un edificio, y a soportarse.

Por eso me dan ganas de que la próxima vez que nos crucemos en el ascensor, o cualquier noche en el que el sueño se interrumpa por su radio del averno, de decirle ¡ole tus cojones, Amalia, Amelia o Emilia!

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Café del Mar

Qué fácil es en ocasiones. Bastan unas fotos, unos recuerdos, unas vivencias con historia para acodarte en una barra y ver pasar tu vida y tus recuerdos.

Sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Charlando. Se trata del Café del Mar de Gijón, pero lo cierto es que nos valdría cualquier barra del mundo. Juanjo y yo nos encontramos mecidos en la neblina del ambiente, como diluyéndonos en la bruma de los recuerdos. Es increíble —Juanjo, volviendo en sí, se incorpora y apunta-, cómo nuestros más hondos deseos son capaces de llevarnos a cometer las mayores locuras. De galopar en el devenir de nuestra conciencia aupados en el corcel del todo es ahora. —Dejándome llevar por las notas del “Sun is Shining”, que puebla nuestra melancolía y que se pierde mar adentro, allende San Lorenzo, asiento con la cabeza-. Es un dolor —añade Juanjo, inclinándose sobre su ginebra, paladeándola como sólo sabe hacer un paria-, es una agonía, nunca sabes si aquel beso perdido en el discurrir del pasado, hundido en la monotonía del presente y ahogado en el imposible del futuro, volverá a ti como aquella vez. Volver a contemplar aquella joven mirada azul, aquella vida derramada en los labios de nácar suena utópico, sólo puebla los rincones de nuestra alma, reverberando en el alba del ayer.
Tras la tercera ginebra, mientras enciendo el último cigarrillo, que sabe a despedida, veo derramar unas lágrimas que se confunden con el gris plomo del cielo y con mis propios recuerdos. Lágrimas que son una afirmación y una pregunta, en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Juanjo en voz alta sus pensamientos, y yo sigo escuchándolo, viendo consumirse el vestigio de cigarrillo que, en humo como la vida misma, se va diluyendo en la nada. La música del Café del Mar suena en esta mañana gris, que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vaso de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los dos, y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos. Y en este momento Juanjo está diciendo es la historia de nuestra existencia, de la tuya, de la mía, de la de todos, conscientes o no. Le dejo afirmar todo eso sin interrumpirlo mientras la música del café va llenando las pausas. Nos miramos y sus ojos, caoba y profundos, parecen preguntarme dónde está el fallo, amigo mío. En qué punto de nuestra existencia nos equivocamos, cuándo perdimos la suave mano que un día juró no soltarnos nunca. No nos equivocamos —apunto-, jugamos nuestras cartas limpiamente y sin doble juego. Mirando receloso, me dice que aquel amor de adolescencia en el que vaciamos nuestro ser se perdió. Asiento, tiene razón el amigo. Es verdad Juanjo —añado-, no volverán aquellas miradas, y aquellos besos se perdieron como lágrimas en la lluvia, al tiempo en que ellas eligieron irse de la mano de San Buenaventura y dieron de bruces con San Malatesta, pero ellas siguen vivas, nos acompañan en este preciso instante, en tu copa y en mi cigarrillo, en tus noches de duermevela y en mi alba de océano melancólico. Ah, vida.

Salimos al paseo marítimo envueltos en la bruma que todo lo baña. Si algún curioso hubiera reparado en nuestra presencia, hubiese visto apenas dos sombras perderse en el olvido.

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Lágrimas de Chapa

Pues eso. Que andaba yo el otro día buscando una pieza para mi coche, cuando me pregunté, por qué no sumergirme en un desguace, en busca de mi el dorado particular.

Ante mí, la devastadora perspectiva de ver miles y miles de chatarras antes conocidas como automóviles.

Mientras caminaba, a paso lento, entre los despojos de antiguas berlinas, mientras pisaba restos de espejos y cables, rebozados en la negra amalgama de aceite mineral, mientras observaba a algunas personas ir poco a poco desmontando, rapaces, lo poco útil que quedaba de esos fantasmas, reflexionaba sobre las viejas glorias, lomos de metal, que tenía a mi alrededor.

Triste final, pensé para mis adentros.

Y no pude dejar de comparar ese cementerio de almas perdidas en el macilento vertedero del desguace, con el frío susurro de la parca cuando siega vidas, amputando del ágora a los antaño hombres de negocios, reyes o políticos, pero también a gente sufrida, abnegada en sus quehaceres, humilde y buena persona.

Lo cierto es que no distingue y se lleva cuando toca hasta al más pintado, dechado de virtudes.

Todos acaban igual, siendo carcomidos poco a poco por los gusanos, que pacientemente, desguazan sus restos.

Y es que en esta vida, todo se recicla.

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A. de S.

Las calles de Madrid, ya entre oscuras tinieblas, apenas desgarradas por farolillos aquí y allá, languidecían en los últimos estertores de un pasado que se antojaba inalcanzable.

Entre las sombras de un callejón cercano a la plaza del Callao, una mujer es arrastrada entre lágrimas por un ser sin rostro, apenas definido por el brillo metálico de su quijada.

Pasaban las siete de la tarde de una fría y húmeda jornada invernal, era el ocaso de una vida.

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Metáforas

La vida se asemeja a una taza de café.

Lo que merece la pena de ella es como su espuma, frágil, suave y delicada, aparentemente efímera.

Sin embargo, según vamos bebiendo (y viviendo), comprobamos que lo interesante, lo importante, nos acompaña como la primera caricia.

Ella permite saborearla siempre, deleitarnos con su dulzura mientras ésta aumenta en el haber de los años.

Pincelando con su legado los muros de nuestra memoria.

Mañana de Lunes. Apenas pasan de las diez.

Día gris, llevándose con sus lágrimas de lluvia los últimos copos navideños.

Era de esperar, supongo. Me encuentro como siempre, aguardando.
Esperando aquella mirada que me robó el corazón y el sentido de la prudencia.

Sus azules ojos parecían haberse llevado todo la alegría, que bañaba con su luz los hoy, tristes campos por los que me arrastro.

Y la sigo esperando, como Julián esperaba a su Penélope, quitándose la vida convencido del sinsentido de su ausencia, a la que esperaba, por la que suspiraba.

Tenía quince años y la vida en los labios.

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Canes

CANES:

Dentro de mí, aún queda un alba,
Sin morir, reverberante y sin fin,
La angustia de uno a otro confín,
Sin ver llegar, cercana la calma.

Reía, su presencia yo aguardaba,
Caballero del tiempo, señor sin fortín,
Aliado del viento, mirando el festín,
Que ella misma en sol, se daba.

Supongo que, en vana disputa,
Flirteaba con varios holgazanes,
Entre ellos uno, alias hijoputa.

Ir o volver, venían siendo sus planes,
Y vaya si se fue, de furtiva ruta,
Con el huesudo cabrón, hijo de canes.

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Javier, Frutero

Hola, mi nombre es Javier, aunque nadie me llama así. Prefieren, ignoro si por gusto o por ignorancia, llamarme frutero.

Las personas no suelen reparar en que los que somos llamados objetos, tenemos personalidad, aún más, somos mucho más que artilugios inertes. Bueno, en realidad sí hay un chico que sabe de mí y me presta más atención, se llama Diego y es un niño de seis años, avispado, inteligente y simpático.

Todos los días entra en la cocina y mira hacia donde estoy, azul y verde, granado, colocado encima de una mesa de madera oscura, de cuatro patas y buen porte.
No suele saludar, pero yo sé que sabe de mi existencia solitaria, ocasionalmente acompañada por cadáveres de fruta recién cosechada.

Yo sé que me conoce porque un día, mientras jugaba con sus cochecitos en la mesa, me dio un golpe y me caí. Sus padres se enfadaron mucho porque me había tirado al suelo, rompiéndome en varios pedazos. Después de la regañina y de sus pertinentes lágrimas azules, vino hasta mí y me acarició, disculpándose con el corazón. Yo acepté sus disculpas, por supuesto, nadie hasta entonces me había tratado tan humanamente, nadie.

Y fue Diego, como digo, quien me demostró que la humanidad, reside en la enrojecida mirada de un niño arrepentido.

Ahora recuerdo ese momento con nostalgia. Por desgracia, el paso del tiempo actúa sobre todos y, aunque recuperado, añoro aquella mirada, aquella complicidad que Diego emanaba con todo su alrededor.

Han pasado los años y él ahora ya es mayor y como por arte de magia, negra por supuesto, ha olvidado todo. Ya no sonríe al mirarme y me pregunto, ¿Dónde han quedado los juegos? ¿En qué momento perdimos, él y yo, aquella cálida amistad que nos hacía ser humanos?

Ahora ya no importa, pues veo con resignación que vuelvo a ser inerte, mas fue bonito mientras duró…

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Amargo Dolor

Estos labios que saben a despedida,
Estos ojos que sueñan con volver a ver,
Aquellos pasos ya tardíos en el ayer,
Aquella mirada azul, en licores perdida.

Mi alma, difuminada en el alba, no olvida,
Luchan y perjuran, mis estertores por ver,
De nuevo su gracia posada en el atardecer,
De la misma San Lorenzo de su vida.

Ella me dio las llaves de la ciudad prohibida,
Ella me enseñó, sin pretenderlo el amor,
Tan joven, que aún anhela aquella perdida.

Y era tan fuerte y tan duro aquel pudor,
Que por miedo al fracaso y a mi herida,
Me limité a despedirla con amargo dolor.

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Si tú no vuelves


SI TÚ NO VUELVES:

Si tú no vuelves, cariño,
No quedarán más desiertos,
Ni siberias, ni tormentos,
Sin llorarlos cual niño.
Si tú no vuelves, cariño,
Ya no vendrán las miradas,
Que, tal si fueran hadas
Guardasen tus zafiros,
O llevasen tus suspiros
En finas manos plateadas.

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Aceras



Tú, sí tú. Pobre mentecato, ya se que eres muy valiente, muy lanzado, quizás hasta inteligente, pero lo del otro día aún me cimbrea en la mente.

Con tu Kia plateado y superpoblado de pegatinas, signo inequívoco de tu propio ser chabacano, campeas la ciudad o como seguramente la llames, la capital. Olvidas quizás, maldito hideputa, que no estás sólo en las calles.

Sin duda te jodió que te adelantase la maniobra y, anticipándome (procura ser precavido) ocupé mi carril de cara a mi próximo desvío. El mismo carril que con la prepotencia y chulería típicas de tu condición, querías ocupar. Y claro, pitaste, diste luces reclamando un derecho abstracto que te otorgas tú mismo, por el cual, los demás debemos dejar paso a vuecelencia.

No contento con patalear como el niño que en el fondo eres, debajo de esa sucia capa de polvo que cubre tu tez sin afeitar, al alejarme de ti me diste de nuevo las luces, con el consabido voto a tal, en mala hora y demás lindezas propias de tu alta estirpe de Mendoza para arriba, lo menos.

Cierto es y no lo niego, que al hacerlo, recibiste el correspondiente gesto airado de mi brazo por el cristal trasero del coche. Claro, eso tu honor y alta nobleza no lo tolera, pardiez, viniste a mí. Como un descosido, fuera de la poca cordura que debes tener y la que la daifa que te parió no te supo enseñar, paraste a mi lado, por el del copiloto claro está, no sea que dieras de bruces con un loco peor que tú.

Excuso repetir las lindezas que de tu halitosa boca salieron, para no dañar tu famosa honra de peña los catetos, demasiado, pues te quiero vivo para la próxima. Porque amigos míos, no contento con bajarse del coche, insultarme y mentar mi virilidad, entre otras, se atrevió a darme toques en el cristal con un anillo dorado, que no de oro.

Y eso, soplagaitas, no te lo consiento. De todas formas, estimado abrazafarolas, querido y mermado amigo, nunca se sabe las vueltas que da la vida ni cuando nos volveremos a cruzar, quien sabe, en un callejón oscuro, lejos de la vista de curiosos, en donde me puedas demostrar con hechos todo lo que dijiste de mí. De todos modos, matarife de medio pelo, matón sin vocación, dudo que ese día llegue, los de tu calaña parecéis hijos de la pérfida Albión, cuando os veis solos y con una cuarta de acero de Vizcaya en el gaznate…

Maricas a fin de cuentas.

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Aquí no quedan aceras decentes
Ni hay farolas que alumbren rectas,
Las sucias basuras pueblan abyectas
Las calles de hoy más repelentes.

Hace tiempo, las hermosas ciudades
Por escuela tuvieron insurrectas,
Las más variadas, cultas y perfectas
Clases de lucha, lección de verdades.

Y hoy, como perdidas en el año,
Las costumbres, hábitos y maneras,
Hundidas en un devenir tacaño.

Pueblan, malditas ellas, las aceras,
La masa, el egoísmo huraño,
De prostitutas, o de verduleras.

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