Consolas y Cañones

A veces pienso en un niño que no ha tenido oportunidad de serlo. Un niño arrancado por las circunstancias de la vida de sus más que merecidos recuerdos. Delgado rapaz con la inocencia perdida, tres pasos más allá de la lógica linde entre lo meritorio y lo consecuente.

Pienso a veces en ese niño y me pregunto por qué. Por qué la naturaleza humana haciendo uso de su innata cruel inteligencia -que es más cruel cuanto más inteligente-, lo separa de una infancia al contacto con un mundo en el que poco a poco debería haber crecido. Me estoy refiriendo a un niño cualquiera, uno de los muchos que pasan las tardes entre mundos irreales y electrónicos, matando con temible sangre fría supuestos enemigos. Y me pregunto, al verlos, si esos niños serían capaces de distinguir entre un videojuego y la vida real, de ser puestos en controladores remotos de misiles y bombas. Porque la maquinaria humana no se detiene. Me estremezco al pensar que pueda llegar un día en que un siniestro general les ponga en la mano un mando y un teclado y les diga, adelante, es sólo un juego.

Guerras a distancia las llaman. Un paso más en la despersonalización de la muerte y el horror. Desde el cómodo puesto de un cuartel se bombardea, despedaza, secciona y mutila sin los remordimientos o los fantasmas en la noche que te proporcionan una mirada al borde del abismo, o el último aliento del compañero que minutos antes hablaba de futuro, y que ahora exhala en tus brazos manchados de sangre. Y sin embargo todo sigue ahí, aunque más lejano. Relativizando la crueldad que conlleva la guerra y optimizando recursos, asusta ver cómo cada vez se mata más y mejor.

Los niños, ellos y nosotros, cada vez vivimos más apartados de lo verdaderamente importante. Escudados detrás de un cordón sanitario auto impuesto por esta sociedad en la que se ignoran las desgracias ajenas, vivimos al margen de todo lo que no sea nosotros. Si acaso seremos sólo simples turistas del desastre medio minuto en el telediario. Asomarán por descuido tanques erizados de cañones que acometerán a nuestros pies cómodamente recostados en el sofá, semen listo para preñar de espanto la tierra entera.

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Mis Vecinos los Porteros

Pues eso. Tengo unos vecinos que son porteros. Son padre e hijo y da la casualidad de que trabajan en portales separados por una calzada estrecha. Siempre me ha gustado verlos. Entre los buenos días por aquí y buenas señorita por allá, van pasando las horas de cada día. Con la gracia y el oficio innatos de quien se sabe sólo responsable ante sí mismo —los presidentes de comunidad y administradores pasan como la tormenta, y sin pena ni gloria dejan el sillón a otros. Y así, siempre-.
Pasaba yo hoy por delante de estos dos portalitos. Son normales, de barrio humilde, de cañas y tapas al lado de la plaza de las Ventas, con sus corridas, paseíllos y fiestas, de vuelta al ruedo y olé, con guapos, toreros y señoritos, señoronas opulentas del brazo de magnates incluidos.

Los verá siempre apostados en el pasamanos de la escalera. Atentos, al aire ausente. En las noches sin luna, oscuros y sombríos los chaflanes, abrirán las puertas al vecino apurado y sin mueca apreciable le dirán, de dónde viene usted don Francisco. Han heredado el oficio de los antiguos serenos. Nadie les preguntó, pero como todo en esta perra vida en la que un día te ves caballero y al otro pordiosero, tragan porque tienen bocas que alimentar y mujeres que, en alarde de épica lealtad y resignación, les ponen la mano al hombro al tiempo que los besan tiernamente, como sólo una mujer sabe hacer en un tiempo de olvido.

Y en esas que al pasar por delante y cruzarme con padre e hijo en animada charla con vaya usted a saber quién, me dio por pensar en que hay cosas que nunca cambiarán por mucho que la técnica y lo políticamente correcto se empeñe en apartarlos o dignificarlos con eufemismos como “empleado de comunidad” y chorradas por el estilo que maldita la gracia que les hacen. Porque si hay algo en que los porteros presumen y destacan es en su personalísimo deje castizo. Y ellos son porteros, a mucha honra.

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Café Gijón

La única salvación para los vencidos es no esperar salvación alguna. “Una salus victus nulam sperar salutem.”

Hoy es uno de esos días en los que te reconcilias con el mundo. De esos en los que, sentado en un banco acolchado, escuchando el burbujeo histórico de una máquina de café, al tiempo que oyes conversaciones de todo tipo, encojes los hombros y te dices pues oye, pues el mundo no es tan malo a fin de cuentas. Aquí, sentado en el centro mismo del café con más historia literaria de España, puedo reconocer el paso de cientos de años de cultura en este cruce de caminos.

Estoy en el Café Gijón de Madrid, en pleno Paseo de Recoletos. Es una mañana fría de invierno, de esas en las que la humedad de la lluvia se te mete hasta el tuétano. Hay espejos, mesas de mármol, una sola tertulia junto a la ventana y algunos camareros como salidos de otra época, rescoldos de otro Madrid más viejo y más gris que reparten aquí y allá infusiones con un deje secular, con la mecánica consciencia del que sabe que el café es lo de menos en un Café literario. Se respira un ambiente tranquilo, cargado de evocadores recuerdos de Historia Universal, de conciencia y memoria colectiva. Un hombre sentado cerca de mí se reclina sobre su banco en medio del crujido de una madera centenaria. Entre susurros y confidencias que no escapan más allá del humeante café que hay sobre la mesa, los parias de la vida se reúnen periódicamente en este lugar con la esperanza de ser reconocidos en su verdadera patria, la universal.

Curioso Destino. El año en que nací estas sillas, mesas y columnas soportaban ya sobre sí cien años de recuerdos. Ahora, veinte años después, estoy sentado como uno más en el mullido asiento que ocuparan años atrás grandes literatos, de los que hoy sólo quedan sus libros y alguna plaza perdida, y que ahora ocupan los nuevos parias —Bohemios es una palabra que ya no se lleva-, y entre sorbo y sorbo, voy viendo desfilar ante mí los escritores y músicos que ennoblecieron con su legado nuestra memoria.

Y sin embargo, entre luces, sombras y manchas de café sobre este papel blanco que rayo con mis reflexiones, puedo contemplar un futuro que me inquieta. Al margen de crisis económicas o políticas, de equipos de fútbol en descenso o del precio de la gasolina, lo que me preocupa es la crisis cultural galopante —ustedes ya me entienden, aunque no se si lo harán los abrazafarolas que presumen de ser “shu flamenkitos o morenikos” o la puta que los parió a todos, suponiendo que llegaran hasta esta parte del escrito y no lo hubieran utilizado para meterse una raya o fumarse un canuto a la segunda línea, los hideputas-. En esta sociedad que se deshilacha como la alfombra de Aladino, los de siempre han sustituido la cultura del estudio y el esfuerzo —que tanto bien hacían- por la juerga y el a ver quien toca primero el chichi de la Jenny. Recristo.

En todo caso, ver pasar por el ventanal un grupo de esa especie, no me va a estropear la mañana. No.

Porque sólo en el Café Gijón ocurre la curiosa sensación de dejar tus problemas en el dintel de la entrada, bajo el cual hasta hace bien poco, el cerillero y anarquista Alfonso vendía tabaco. Como un recuerdo de que lo humano y lo divino, podían entrelazarse al son de las notas del ¿desea tomar algo caballero?

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Anochecer en Orión

Esta es probablemente una historia que no interese a nadie. Una de esas historias que todos hemos oído alguna vez perderse en un andén, camino del olvido. No obstante es la narración de una vivencia que comenzó precisamente en el momento en que la vi aparecer por primera vez.

Lucía un vestido rosa muy veraniego —háganse cargo, mes de Julio-, tras el que se ocultaba un bikini anaranjado. Caminaba con paso firme entre las sombrillas de piscina —clavadas a mediados de Junio por los vecinos temerosos de perder la primera línea-. Tenía quince años y la vida en los labios. Mejillas nacaradas, bonitas, de infantería. Sin embargo lo que me cautivó de ella fueron sus ojos. Unos ojos azul Orión que eran capaces de desnudar el alma tan sólo con proponérselo. Sin decir una palabra se sentó junto a mí y varios más —en esos momentos sólo tenía ojos para
ella-, a la vera de un olmo.

Era de Gijón. Andaba pasando unos días con sus tíos en la sierra de Madrid. Yo contaba entonces apenas veinte años. Muchos y a la vez pocos quizás, pero torres más altas han caído, me decía. Apenas coincidí con ella cinco días. Unos días en los que, presa de la timidez y la inexperiencia ante ese maravilloso y a la vez doloroso sentimiento, consumí las horas a su lado con la boca cerrada. Habrán sabido de esa sensación de práctica inutilidad si han caído en el error de endiosar a una mujer como me sucedió a mí. Sí, hablaba. Bastante poco la verdad, lo justo para no parecer un autista, pero lo cierto es que ardía de rabia y enfado conmigo mismo por no saber sacar adelante mi amor y pelear por él. Las noches eran largas, en las que las lágrimas poblaban el mar de dudas por el que navegaba, azuzado por los vientos de mi desdicha.

Pasaron los días y se fue. Perdí el tren, como quien dice. Quedé huérfano de amor, saboreando el amargo desamor del cobarde, del que no ha sabido luchar por lo que quiere. Marchó a su neblinosa ciudad costera a bordo de un tren. Mientras se alejaba camino de mi absoluto olvido, pude comprobar por mí mismo lo perra que es la vida. Marcelo ven y ayúdame a escapar de la cena que tengo con mi novia y sus amigos esta noche, me dijo el tordo de mi amigo. Accedí. Ausente de la vida, paria del sentimiento.

Esa madrugada, entre cervezas y humo de cigarrillos lo vi claro. La había endiosado, y perdido por ese mismo motivo. Al hilo de unas confesiones de mi buen amigo —algo bueno tuvo ayudarle al fin-, pude saber que ella en realidad había estado esperando a que me decidiese. No lo hice y, como es lógico, se lió la última noche con el primer saco de huesos que encontró.

Durante estos meses de ausencia he podido reflexionar mucho. He conocido a otras mujeres, otros brazos y otras miradas, cada una especial en lo suyo, sin embargo la espina sigue clavada en carne fresca. Debe ser así, supongo. Dicen que el amor verdadero es tan solo el primero. Yo no estoy de acuerdo, sin embargo la herida sigue infligiendo daño y obligando a pararme y mirar hacia el norte, su tierra.

El secreto debe de estar en no endiosar a una mujer. Saber que no existen nobles para sus ayudas de cámara, saber que son personas como todo el mundo, que por alguna razón nos han calado hondo, rozando el misticismo, extraños al deseo y al instinto.

Ella continúa a lo suyo, ajena a estas reflexiones y tormentos. Por ese motivo, escribiéndonos el otro día me dice, por qué no te vienes a pasar un fin de semana a Gijón. Lo pensaré, fue mi respuesta. Y es que en el brumoso camino de la duda por el que transitamos desde que el mundo es mundo, nunca sabes cuando vas a volver a encontrarte cara a cara con aquel fantasma del pasado llamado desamor. Y no tengo prisa, quién dice que no aparezca una tarde por allí, con mi carpeta y un libro bajo el brazo, mientras veo la puesta de Sol desde la villa de Jovellanos, descargando las espaldas de un miedo que se habrá difuminado en la última luz del crepúsculo.

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El Mirador

Existe un mirador mítico. Uno de esos que te hacen despegar del mundanal ruido para fundirte en la bruma de la noche. Porque es en la noche cuando cobra su mágico sentido. Fíjate que panorama Marcelito —pienso para mí-. Tienes ante ti lo mejor y lo peor de esta ciudad que te ha visto nacer.
No es un mirador al uso y es mejor así. Un amigo lo bautizó hace años como el mirador Hercesa-Caser. De ese nombre así como de las circunstancias que influyeron en su bautismo hablaré otro día, lo importante es que quedó marcado para siempre como nuestro mirador.

Lo conocí una húmeda tarde de hace años. Yo era casi un crío y dí con él casi de casualidad yendo con Carlos, mi buen amigo, por la zona. Semioculto por la maleza, a duras penas se vislumbraba. Con suelo enrejado y muchos metros de caída por debajo, era fácil tenerle cierto respeto. Hoy, desde él se sigue divisando gran parte de la m-30 de Madrid, más contaminada y más urbana que nunca, y que parece decirte desde la lejanía pardiez, estás jodido, aquí en este pozo te verás algún día.

Son muchos los recuerdos que se derraman como una cascada por mi memoria al mencionar aquel lugar. Días en los que Carlos decía joder tío, lo que es la vida. Buscando siempre un sentido a nuestro sino, a veces entre los cálidos brazos de una mujer, otras en las grises fachadas de Sol e incluso besando las copas bañadas en alcohol, en noches que prefiero no recordar.

Curiosa la forma en que las horas pasan por allí arriba. Y es que uno nunca sabe si esa será la última noche que pise aquel lugar, y por eso trate de inspirar unas últimas volutas de libertad por encima del abismo antes de su fin, y el de todos aquellos recuerdos y reflexiones que nos forjaron como personas y como hombres.

A cierta hora, como salidos de la nada, se reúnen puntualmente cuatro antiguos amigos. No se saludan más que con la mirada, entre ellos las palabras sobran. Se dedican a mirar al vacío y a contemplarse a sí mismos, en ocasiones con auténtico riesgo de levantarse de la mano de la poca cordura que conservan y dar un paso al frente. Un paso que los haga caer en las tinieblas del olvido.

El mirador Hercesa-Caser, último reducto de los librepensadores.

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