Tiempos de Gloria

Caminábamos el otro día Juanjo y quien escribe por una oscura y solitaria alameda serrana. Pasaba medianoche y el frío se mantenía a raya, como una reverencia a nuestras reflexiones. Sólo iluminados por el claroscuro brindado por farolas aquí y allá, divagábamos sobre un futuro incierto, quizás incluso apocalíptico. Vigías del desastre. Eso pensaba al tiempo que Juanjo reflexionaba para las negras solapas de su capa. Nadie parece darse cuenta del gran chiste en que se ha convertido todo. Podría ser una buena reducción de todo lo planteado durante aquel paseo. Y es que en este ágora atenazado por las sombras de un futuro incierto, a caballo entre la muerte y el olvido —en la duermevela de la duda—, nadie o muy pocos parecen darse por enterados. Quien más quien menos brega con la crisis económica, pero para de contar. No parecemos darnos cuenta de lo que viene aparejado con ella. Y quizás sea mejor así. Ignorantes de nuestro destino, inocentes caídos en el sistema de lo prohibido. Vienen tiempos duros. Tiempos de gloria.

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Noche de Autos

Sonó el móvil puntual, y como una admonición premonitoria supo que había llegado la hora. No cabía echarse atrás, no ahora. Siguió sonando mientras terminaba de afeitarse lenta y metódicamente, como sólo lo podría hacer un hombre de mente especialmente brillante y de vuelta de la vida. Al cabo, el Bip Bip acompañado del zumbido característico cesó en su intento y, pasivo, permaneció inerte sobre la cama. Si algo le había enseñado la vida era a hacerse de rogar, una táctica poco ética pero en absoluto inmoral. Caminó todavía húmedo por la habitación del hotel Imperial, y a cada paso sentía la excitación de lo prohibido. Delante de la cómoda y dispuestos casi matemáticamente se hallaban sus escasos enseres preparados para la ocasión —un reloj de pulsera acerado y su anillo de plata—. Al mirar al espejo no pareció reconocerse —él ahora se hallaba, en teoría, a varios cientos de kilómetros de allí en compañía de varios amigos—, y no veía ante sí otra cosa que una sombra que sonreía veladamente entre el sol y sombra que conformaban los rectángulos de luz que a esas horas empezaban a perderse por el horizonte en un irónico crepúsculo.

Dio media vuelta y alcanzó el móvil. La llamada de antes no era otra cosa que la señal que estaba esperando desde hacía días. El sábado a las ocho, habían dicho aquellos ojos verdes esmeralda que ahora recordaba entre confiado y expectante. Eran las siete y media de la tarde de un caluroso día de Agosto, uno de esos días que acababan siendo inexorablemente con el tiempo dignos de recordar. Para bien o para mal, la mujer que esperaba bañada en ese halo de misterio, había accedido a una segunda entrevista.

Con un leve escalofrío cerró la puerta del hotel. No iba mal a fin de cuentas. Con el cabello negro aún húmedo salió a la calle y tomó un taxi —uno de aquellos sufridos taxis carcomidos por el ambiente salino—. Al Ipanema, dijo.

Ella lo esperaba sentada en una mesa apartada del bullicio general del restaurante. Lucía como nunca una melena negra terciada con su flequillo característico, y destacaba aún entre el claroscuro de aquel rincón por su vestido azul atlántico. No era mujer de grandes alhajas, tan sólo un semanario de plata en la muñeca derecha que alzada, se erigía sosteniendo un cigarrillo, y un anillo igualmente argentado en la otra mano que parecía fuera a deslizarse en cualquier momento por su tersa piel. Llegas tarde, le reprobó.

Pasaron las horas entre licores y discusiones en un principio intrascendentes, hasta que Marta —que respondía a ese seudónimo para sobrevivir en el embarrado cártel por el que se movía— le dijo al tiempo que se inclinaba ligeramente hacia él, lo cierto es que ya nada importa, Campos —nunca lo llamó por su nombre, tenía la costumbre de dirigirse a él por su primer apellido—. Creo que todo lo que hemos hablado esta noche carece en este momento de importancia. Estoy aquí cenando a escasos kilómetros donde pronto moriré. Y abriendo los ojos al tiempo que las dilatadas pupilas bebían de su mirada, añadió, y probablemente tú conmigo. Tengo el gusto de comunicarte que me encuentro en ese punto exacto en que una mujer desea serlo en su totalidad. Quiero que me abraces fuerte y no me sueltes. Así que vayamos al hotel, si no te importa.

Caminaron despacio por húmedas y solitarias calles. Al poco ella lo besó mientras lo apoyaba en una fachada anónima a la sombra cómplice de una farola fundida. Aquella noche hicieron el amor lenta y pausadamente al abrigo de una luna veraniega y de la brisa marina, concediéndose ligeras pausas para descansar. En un momento dado ella se incorporó y caminó grácil hacia el balcón, tenía cierta predisposición al desnudo, pensó Campos. Y apoyada en la baranda del séptimo piso del Imperial contemplaba el cielo nocturno, quien sabe si maldiciendo su Destino. En pocos días la parca haría una visita a aquella figura desnuda que en este momento miraba hacia él. Era el típico ajuste de cuentas anunciado, pero ante el cual se mostraba extrañamente serena, como si con su muerte se cerrara la brecha que ella misma había abierto en su entorno. Se levantó de la cama y fue hacia ella, rodeándola con sus brazos. No te preocupes susurraron sus labios, y un estremecimiento se perdió en la femenina duermevela de los sueños. Pero Campos era ajeno a todo eso. Él había sucumbido a la vorágine de sensaciones, miradas e insinuaciones a cientos de kilómetros de distancia de su vida real. Pronto el alba anunciaría el final de su último amanecer. En verdad era una bella noche. Su noche de autos.

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Libros en Huelga

Pues eso. Por causa de mis estudios frecuento la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense. No lo voy a negar. Me siento en general, afortunado de pertenecer a la comunidad universitaria. En esa torre de Babel cosmopolita en la que se mezclan estilos, curiosidad, investigación y estudio —y por qué no decirlo, muchas ganas de vivir una vida contemplativa al calor de un Sol que baña los alrededores del campus—, unido a la vorágine de reivindicacionismo veinteañero, paso las horas y los días contemplando, atónito, como las muestras de individualidad son convertidas en volutas de humo disolviéndose en el oscuro vacío al que todos nos vemos abocados llegado el día.

Y nada. Que por suerte o por desgracia —allá cada cual— me ha tocado vivir las reformas de Bolonia —de las cuales no voy a hablar pues tienen múltiple información disponible en Internet—. Sólo quiero comentar al margen de opiniones a favor o en contra que me guardo de ofrecer, las infinitas ganas de los estudiantes de protestar y levantarse cual corcel espoleado por un jinete sin escrúpulos —y en este caso el jinete es el de siempre—. Es una época en la que las grandes revoluciones ya han tenido lugar. No nos queda otra que el recurso al pataleo de segunda división. Eso cuando protestamos, que ya ni eso, pues vivimos en la burbuja que cómodamente ha dispuesto poco a poco la sociedad para alienarnos en la masa, y anular el sentido crítico, escudados en el yo antes que lo demás. Egoísmo en definitiva.

Por otra parte, la fracción de estudiantes que protestan todavía como los últimos héroes en un país cansado y en decadencia, lo hacen amparados en el extremismo político —siempre unidos oigan, qué curioso—. Los jerifaltes y amigos de la demagogia tratan de ganarse los votos de la impetuosa y a menudo extremista masa juvenil, por medio de darse besos en la boca de la mano del victimismo histórico del que hacen gala las minorías políticas —rascando permanentemente favores y prebendas—.

Lo peor de todo es que no sólo acompañan —lo cual me parece estupendo y hasta chiripitifláutico— sino que manipulan opiniones y conciencias por medio de la demagogia barata unida al voluntarismo inherente a la juventud. Así, no es difícil ver veladamente en cualquier manifestación las reclamaciones actuales que la motivan, junto a las viejas, raídas y enmohecidas reivindicaciones de hace setenta años. En este caso no es ya saber de qué pie cojean, sino de hallar qué es lo que no reclaman los subterfugios miserables reacios a mirar al futuro.

Por mí que protesten, pataleen y organicen jornadas de huelga, que como siempre han llegado tarde, mal y muchas de ellas, nunca. Tenemos sin lugar a dudas, la educación que nos merecemos. Entre el pásalo y las humeantes mañanas de jueves, a los protestantes les ha pillado el toro. Y ahora, a llorar. Camaradas, qué malos son.

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Olvido F.

Qué equivocados estamos. Ante un cuadro como ese, la fotografía no sirve para nada. Sólo la pintura puede. Todo buen cuadro aspiró siempre a ser paisaje de otro paisaje no pintado; pero cuando la verdad social coincidía con la del artista, no había doblez. Lo magnífico era cuando se separaban, y el pintor debía elegir entre sumisión o engaño, recurriendo a su talento para hacer que el uno pareciera la otra. Por eso la Tebaida tiene lo que tienen las obras maestras: alegorías de certezas que sólo serán ciertas al cabo de mucho tiempo.

Y ahora, por favor, sírveme un poco más de ese vino. Decía todo aquello mientras enrollaba pasta en el tenedor con una soltura envidiable, se enjugaba los labios con la servilleta o miraba a los ojos de Faulques con toda la luz del Renacimiento reflejada en ellos. Dentro de cinco minutos, añadió de pronto bajando la voz -se había inclinado un poco hacia él, los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados, mirándolo con desenvoltura-, quiero que vayamos al hotel y me hagas el amor y me llames puta. ¿Capisci? Estoy aquí contigo, comiendo espaguetis exactamente a ochenta y cinco kilómetros del lugar donde nací. Y gracias a Starnina, o a Uccello, o a quien de verdad pintara ese cuadro, necesito con toda urgencia que me abraces con violencia razonable pero contundente, y dejes en blanco el cuentakilómetros de mi cerebro. O que lo rompas. Tengo el gusto de comunicarte que eres muy guapo, Faulques. Y me encuentro en ese punto exacto en el que una francesa te tutearía, una suiza intentaría averiguar cuántas tarjetas de crédito llevas en la cartera, y una norteamericana preguntaría si tienes un condón. Así que -miró el reloj- vamos al hotel, si no tienes inconveniente.

El pintor de batallas - A.P.-R.

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