Regreso al futuro


Voy a acabar emigrando. Para qué seguir, si mis hermanos —los que me rodean— día sí, día también continúan echándose encima las sillas de un pasado que se niegan a aparcar. Un pasado, unos tiempos, situaciones y conflictos que no vivieron, pero de los cuales son tan ilustrados y están tan instruidos que podrían rajar de ellos setenta y dos horas de corrido —en la hora setenta y tres tomarían la salida para embarcarse hacia la próxima tertulia de sabios—.

Como el otro día, no hace mucho, en la que un diputado, según la ley de Memoria Histórica de 2007, proponía cambiar el nombre de la base Alfonso XIII de Melilla por —según su inestimable juicio, sapiencia y buen hacer— “exaltar el franquismo”. Ole. Qué a gusto se quedaría su ilustrísima. El Gobierno respondió que, “aunque se han tomado muchas medidas acordes con lo establecido en esa ley, la figura de Alfonso XIII no está incluida en ella, puesto que el abuelo del actual monarca dejó de reinar en España con la proclamación de la II República, que fue anterior a la Guerra Civil y a la dictadura del general Franco”. Y aquí no pasa nada. El amigo diputado callose y siguió a lo suyo.

Voy preparando el petate.

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La inocencia


Estimado Sr. Reverte, ¿recuerda usted el momento exacto en que perdió la inocencia en su mirada? Gracias.

Lo recuerdo porque escribí un reportaje sobre eso. Fue el 4 de abril de 1977, en Eritrea, cuando amigos míos a los que admiraba violaron, mataron y saquearon. La pérdida de inocencia se debió a que ni siquiera en esas circunstancias pude dejar de considerarlos amigos míos. Ese día aprendí que lo de los malos y los buenos es un cuento de hadas, y que el ser humano es un individuo complejo, capaz de lo mejor y de lo peor.

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El vuelo del fénix

Me siento en medio de la vorágine, completamente ajeno al revuelo de mi alrededor. Ha anochecido y las tiendas de campaña crecen cuales setas en un campo de cemento, siendo único testigo un olivo de cobre. Lo miro a lo lejos, a sus pies —camufladas entre las losetas de granito—, planchas de acero moldeadas con restos de basura, teclados de ordenador e insignias de marcas de automóviles. Paisaje urbano. Triste metáfora de la vida solidificada de sus habitantes.

Chillidos histéricos de quinceañeras obsesionadas. Esperan desde hace una semana —desafiando al viento, la lluvia y el frío— el concierto de su grupo favorito. Modas impuestas y diversión planificada. No tengo claro qué es lo mejor. A un lado los artificiales gustos musicales, al otro, su entretenimiento. Se trata de un debate personal, es posible que sin estas distracciones su vida fuera demasiado gris. Sin embargo, en mi fuero interno imagino otro tipo de plaza, más luminosa, más verde, más humana, menos dirigida… y menos controlada, en donde cada cual tuviera menos condicionantes diseñados para dirigir nuestros gustos de quita y pon; unas necesidades lisiadas —cojean, nunca una vez satisfechas permiten volar plenamente, son hijas bastardas del yo—.

A la luz de la menguante la cerilla ilumina el rostro de este quien escribe, prendiendo el último cigarrillo de la noche. Miro hacia arriba descubriendo algo ya intuido, una cámara me observa pasivamente, con el pálido reflejo de las imágenes procesadas por el ordenador. Y las dudas —una vez más— redoblan su tamborilear en mi corazón: Dentro de lo malo, quizá sea bueno distraer las mentes pero, manteniéndolas ocupadas, tampoco se pueden permitir el lujo de detenerse a cuestionar el por qué de la necesidad de alejarse de la rutina.

Levanto la vista y comienzo a pasear por la plaza de Felipe II de Madrid. Posado sobre nuestro árbol se encuentra un pájaro de colores vivos, que al poco remonta el vuelo perdiéndose tras el relumbre anaranjado de las farolas. Echa a volar tal si se tratase de un fénix renaciendo de sus cenizas color cobre, como una alegoría en la cual se nos enseña mediante guiños que la vida, la pasión, y la naturaleza, están por encima de cualquier obstáculo que el hombre-hormiga trate de interponer entre lo urbano… y lo socialmente humano.

Unos pocos metros más adelante observo otro mensaje inscrito en el pavimento. Reza: “Éste es tu destino”.

¿De veras?

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