Sobre escritores y mazmorras


"¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee? Esa breve dudilla se me ofrece por hoy, y nada más. Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído...".

El amigo Larra no andaba desencaminado cuando —ya en su época— dudaba de la utilidad de la pluma. Una tesitura a la que todos, en mayor o  menor medida, llevamos enfrentándonos desde que se difundiera el uso de la imprenta, y con ella se generalizaran las letras. El problema aparece irremisiblemente después de una temporada poniendo negro sobre blanco una parte de ti mismo, de disfrazar con la retórica muchas vidas y experiencias. Momentos plasmados —reales— que de otro modo no existirían. Llega el día en que te lo preguntas: ¿sirve de algo, acaso me comprenden? Caes después, inexorablemente, en retorcidas aseveraciones entre el ser y el no ser, que no es sino decir entre uno mismo, o la fachada que implica el ribete del nombre de un autor; en este caso, tú.

El problema va mucho más allá del alcance que puedas llegar a tener. Eso es lo de menos. Puedes conseguir llegar a millones de personas de diferentes partes del globo, ser traducido a veinte idiomas que, aún así, te preguntes lo mismo, ¿sirve? El acto de la escritura, como expresión artística, implica bastante más que unos números fríos. Lo que todo escritor acaba por preguntarse en alguna ocasión se reduce a si las personas que ama —y en menor medida los desconocidos que posan sus manos por sus escritos— lo “comprenden”. Ésa espectacular razón inconsciente, y no otra, es la mecha que prende y empuja a todo ser humano hacia la expresión creativa. Así, puede llegar la conclusión de que se escribe para desahogar, para soltar en un cajón de papel y cartón los sentimientos, emociones, vivencias o aventuras. De que, en fin, la escritura acaba siendo un grito al viento escuchada por unos pocos capaces de “comprenderla”.

Los hechos y conclusiones expresados por el autor, aun respondiendo a un factor irreal fruto de la creatividad del mismo, son en buena medida hijos de la experiencia, a resultas de que el mismo no sería él sin el camino que dejó atrás, y que lo conformó como persona, como un individuo singular que enmascara los recuerdos con metáforas y personajes. Por desgracia, son escasas las veces en que esto es entendido por el lector, quien observa con ojos glaucos tan solo una historia rubricada tras un título y un nombre o un seudónimo que lo enmascara. Un creador, en resumen, vaciado, desprovisto de su ser, travestido en “canal”. Es comprensible por otra parte que resulte ser así. La mente humana se acerca a lo desconocido tendente hacia la fantasía o la suposición. Por ese motivo no sorprende que el autor, a ojos del conjunto de receptores, no sea nada más que visto como el medio catalizador que hace posible el propio vuelo a través de unas experiencias noveladas y urdidas en la obra.

De ahí, imagino, las inquietudes que ya Larra sentía al decir lo que dijo. La vida de un escritor anónimo —o pintor, escultor, romántico en fin— puede desembocar en esos breves momentos de melancolía, en los que se añore la felicidad del niño que un día se fue; de un pasado arropado y protegido en su totalidad. Y es que él, al descubrir hoy al mundo su caja fuerte —la propia vida reflejada en sus personajes—, corre el riesgo de ser cosificado paradójicamente por expresar y ser más humano. El miedo, la inquietud, la duda de la despersonificación por parte de un receptor que no conoce la historia del autor puede conducir al mismo a un más que probable ánimo decaído, y considerarse máquina que pulsa teclas con mayor o menor precisión.


Pero es entonces, en esas horas bajas, cuando se obra el milagro y el guiño de la intuición pasa de puntillas sobre el hombro del abatido quien, apenas si viéndola desaparecer en la niebla, puede acertar a comprender que lo verdaderamente relevante en la vida del romántico no se sea llegar a dejar huella en un ente anónimo llamado audiencia sino, bajando la mirada, encontrar los referentes que desde un principio siguieron ahí; en quienes y por ellos, puede sostener los pasos que lo encaminan hacia el futuro. Los referentes apuntalan con su existencia los vaivenes del camino. Con ellos, en el viaje romántico o en nómada singladura, el escritor se buscará a sí mismo en una permanente fuga, pero habrá “Triunfado” ante sí mucho antes de poder siquiera perder la vista.

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Una ilusión imperfecta


Cuánto tiempo. O no. El instante es el primero, mas el transcurrir entre los sucesivos momentos difiere en definitiva con lo que se me antoja. El ahora, como hecho, es nada. No obstante lo es todo, por cuanto que lo vivido permanece, el porvenir espera para acontecer… y nosotros caminamos. Lo más grande resulta de una acumulación de diferentes pequeños instantes, como si el río no fuera tal sino una suma de sus gotas. Y sin embargo fluye.

Esa especie de suma maestra que conforma la ilusión que llamamos consciencia —como progresión aritmética— no puede ser irrefutable, pues de serlo anularía un hecho: la constatación de que en la vida, como en los sueños, la realidad se dota de una “chispa” que lo cambia todo. Y vemos que no es así. Todo difiere.

La simetría aparente es difusa, no hay blancas ni negras, ni siquiera una gama de grises comprendida entre ellas. Las personas, como hechos singulares, administran con su existencia la inmortalidad que se intuye si disociamos perfección y simetría, entre curva y círculo.

Nada, como comprobamos, es idéntico a lo anterior, ni las gotas antes mencionadas, ni mucho menos las personas. Por ello, se vuelve necesario reflexionar si, en la diferencia, pueda hallarse el secreto de que el instante irreal del presente transfigure la imperfección, vistiéndola de gala, preparándonos para el mañana.

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