La ceguera del alcotán

El teniente Diego Rivas llevaba cartas de una joven llamada Laura, estudiante de posgrado en la Universidad Complutense de Madrid. No eran cartas de amor, pero el teniente Rivas no perdía las esperanzas, así que las guardaba dobladas y envueltas en plástico en el fondo de la mochila. Al caer la tarde, después de un día de marcha, cavaba su pozo de tirador, se lavaba las manos bajo una cantimplora, desenvolvía las cartas, las sostenía con las puntas de los dedos y se pasaba la última hora de luz cortejándola. Imaginaba románticas acampadas en las verdes dehesas del sur de España. A veces deslizaba las yemas de sus dedos por los márgenes de las cartas, porque sabía que sus manos se habían detenido allí. Por encima de todo, deseaba que Laura lo amara como él lo hacía, pero en sus cartas, por lo general alegres, no se atisbaba alusión alguna a nada que tuviera que ver con el amor. La muchacha era muy optimista, tanto que a veces pareciera rondar la ingenuidad, el teniente estaba casi seguro de ello. Años atrás había viajado fuera del país para estudiar y aprender inglés, y hablaba bien de la vida, de sus profesores, de su perro, y de sus vivencias cotidianas. Eso al teniente lo hacía volar por inexplorados senderos, lejos de las minas, del frío, del sudor, y de las caminatas por inhóspitos lugares. Citaba versos con frecuencia; nunca mencionaba la guerra, salvo para decir: “Diego, cuídate”. Las cartas aparecían amarillentas, como si los miles de kilómetros que los separaban tiñeran de atardecer el contenido de las mismas, como si las envolvieran en una especie de melancolía de hechos nunca vividos. Estaban firmadas “con amor, Laura”, pero el teniente Rivas comprendía que “amor” era solo un modo de despedirse, y no significaba lo que él a veces quería creer. Cuando empezaba a caer la noche, devolvía las cartas con cuidado a la mochila. Lentamente, un poco distraído, se levantaba y deambulaba entre sus hombres revisando las posiciones; después, en plena oscuridad, regresaba a su pozo y vigilaba la noche mientras se preguntaba si Laura sería ingenua.

Los días se sucedían entre interminables reconocimientos y esperas. Además del equipo reglamentario, todos llevaban diverso material como complemento. El sargento Alberto Ramos llevaba tres pares de calcetines como precaución contra el pie de trinchera. El soldado Rubén Linares no movía una hoja sin la pequeña Biblia que le había regalado su madre. Óscar Márquez, que no olvidaba fácilmente, llevaba siempre papeles de reserva para anotar cualquier suceso, hasta que le pegaron un tiro en la cabeza y no llegó a tiempo de terminar su última libreta. Todos eran conscientes de eso, de que la muerte podía sobrevenir sin avisar. “Pam”, y dejabas atrás todas aquellas montañas, y humedades, y ríos interminables, y noches estrelladas semiocultas tras la vegetación. Todos lo sabían, pero callaban. Incluso en los breves momentos posteriores después de que Márquez dejara de escribir, y el sargento Ramos acabara con el pequeño soldado responsable mediante una eficaz descarga. Nadie habló cuando lo transportaron a través del bosque, ni cuando lo izaron hacia el helicóptero que se lo llevó.

Aquella noche, el teniente mandó instalar el campamento en la ladera de una colina, al borde de la línea de bosque, con un verde prado a sus pies, y una razonable barrera vegetal a la espalda que los protegía. A la espalda. Todos cargaban algo en ella, pero unos más que otros, se decía. Él, además de la vida de sus hombres, clavaba los ojos a través de su memoria y la sonrisa de Laura lo fijaba al mañana. Eso era algo complicado en aquellos parajes. Portaba consigo una única fotografía de ella. Lucía una media melena sujeta por apenas un lazo, la piel tersa y blanca y ojos color miel, y según descendía la mirada unos labios entreabiertos que desafiarían en misterio a la propia Gioconda. Aparecía descansada en el marco de una puerta, con el codo izquierdo apoyado en él; en el reverso rezaba “con amor”, pero él no se hacía ilusiones. No al menos hasta que no volara de regreso a España, y el presente hubiérase tornado en pasado, donde el crujir de los pasos, dados como autómata sin futuro sobre los cristales rotos, fuesen apenas una pesadilla. La imagen mostraba también su muñeca izquierda. El teniente recordaba aquella muñeca. La había tenido entre los dedos de su mano una noche de septiembre en la sierra de Madrid. Fue en una plaza a oscuras, y Laura llevaba una chaqueta de cuero que se abría en los puños, durante los fuegos artificiales de las fiestas de aquel pueblo en el que se conocieron, mucho antes de ese momento y de ese prado verde que se tendía ahora a sus pies. Fue entonces, durante los últimos fuegos y el ruido de las explosiones, cuando rozó aquella muñeca. Ella se volvió y le dirigió una mirada compungida que le hizo retirar la mano, pero siempre recordaría el tacto de aquella chaqueta y de la muñeca que escondía. Recordaba haberse despedido de ella con un beso en la puerta de su coche, casi con prisa. Debería haber hecho algo valeroso. Debería haberla llevado en brazos hasta su cuarto, atarla a la cama y tocar su muñeca toda la noche. Debería haberse arriesgado. Cada vez que miraba aquella fotografía se le ocurrían nuevas cosas que debería haber hecho.

Meses más tarde la mañana amaneció gris. En la guerra, el tiempo parece transcurrir al margen de los amaneceres que se vislumbran. Los días se convierten en segundos, cuando son el tiempo necesario para reaccionar ante una emboscada en la que nadie pronostica más allá del latido acelerado de su corazón, o pueden parecer años, si el tedio de la guardia y los mosquitos se instalan en el mismo. El soldado Rubén Linares opinaba que la guerra era un juego de movimientos en el que los humanos creían tomar el papel de dioses, pero el teniente Rivas ignoraba cuánto de Dios habría en aquel juego. Sólo sabía de la certeza de saberse muerto a cada instante. Como en aquella ocasión. Comenzaron a moverse de la posición en fila india, entre los arrozales. Llevaban puesto el poncho que los protegía de la humedad y avanzaban lentamente. Linares se adelantó a reconocer el terreno más allá de unas pequeñas rocas que obstaculizaban la visión, y en segundos saltó hacia lo alto de aquellas rocas entre humo y calor. Calor. Nunca olvidaría el calor que golpea la cara cuando estalla una mina, y todo se vuelve negro y cientos de esquirlas vuelan en todas direcciones, como cortando la negrura, como tarjetas de visita de Caronte. Y después: silencio… y Laura. Laura, y silencio. Pensaba en todo ello el teniente días más tarde. La guerra. Era difícil recordar buena parte de ella, pese a estar copados por la misma. Trataba de escribir a Laura una carta de esperanza, pero a cada idea le seguía la imagen de Márquez agarrando el lápiz tendido en el suelo, o la de Linares saltando hacia las rocas. El acto de recordar se convierte en una especie de reacontecer. Márquez escribiendo al sol, Linares prestándose voluntario para reconocer el terreno y después desapareciendo. Así que una vez más desistió, y trató con todas sus fuerzas de que su amor por ella cruzara el océano limpio y no se diluyera jamás, pues ella era la única razón, ella era su propio y singular juego de dioses.

Una cruz apareció pintada en la puerta de una choza y el teniente avanzó hacia ella. Era una cruz limpia, blanca, similar a las cruces que ornamentaban cada esquina del pueblo que dejó atrás un día, cuando el atardecer marcó la dirección que él mismo seguiría al día siguiente, embarcara, y se plantase de nuevo ante la cruz de ese lugar, lejos de él, y de Laura, lejos de la memoria. La cruz lo mantuvo por unos instantes anclado en aquel punto, como tratando de recordar escenas de un pasado que ya no estaba seguro de haber vivido, que más parecía una pesadilla abrumadora y violenta que de tanto en tanto, cada noche, lo atenazaba. La choza aparecía desierta y el teniente, volviendo en sí, convino en que aquel lugar sería adecuado para montar el puesto de observación, distante apenas unas millas del frente del que se habían alejado días atrás. Y entonces sucedió. Surgió de la nada y el tiempo se detuvo. Llevaba un par de horas escasas en el puesto cuando el muchacho abrió la puerta, iluminando la estancia en la que el teniente se encontraba. Quizás fue un acto reflejo, o quizás no. Quizás la guerra se trataba de eso, de dejar en casa la razón y cargar en el petate apenas una dosis de reflejos. El desconocido se detuvo helado antes de caer fulminado. Se trató de una caída fría y seca, desprovista de todo. No hubo tiempo para pensar, el teniente —o la guerra— no lo permitió. Cayó a los pies de la cruz blanca, sin tiempo de hacer o decir nada más. El fusil del teniente aún humeaba cuando éste reaccionó para acercarse al chico. Tendría apenas veinte años, puede que menos, y por supuesto no era un enemigo. Yacía con la última expresión que acertó a mostrar tan pronto como abrió la puerta y la luz, seguida de la oscuridad, lo envolviera. Una expresión de sorpresa y miedo encima de un cuerpo grácil y atlético, acostumbrado a moverse con soltura por aquellos parajes que lo vieron nacer. Seguramente su madre esperaba que algún día prosperase, que abandonara aquel lugar en donde su familia llevaba desde hacía generaciones para estudiar en la ciudad. Seguramente, se dijo, el chico de la cruz blanca era ingenuo.


Esa noche el teniente no pudo dormir. El recuerdo de lo sucedido clavaba su mirada a través de las estrellas, fijando su alma, y la de todos sus hombres a cada una de ellas, como tratando de agarrarse a un infinito en donde se encontraría con Laura. En la duermevela de la ensoñación, la guerra parecía detenerse y sólo quedaban en el cielo unas pocas nubes blancas livianas. Pero el teniente lo sabía, ya era consciente de ello apenas sí pisó aquella región. Sabía que algún día volvería sobre sus pasos y, caminando entre los helechos, dejaría a un lado a Márquez con su libreta, y a Linares y a sus rocas, y al chico de la cruz blanca, no siendo ya sino un hombre. Todos lo mirarían cuando se encontrase con Laura. En ocasiones, el sudor frío lo sorprendía recitando de memoria las palabras que ella había dejado escritas en aquellas amarillentas páginas, e imaginando que la tomaba de la muñeca. 

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