El valle de Valhondillo


Cabalgando la estepa divisa al fondo una silueta que recuerda a una dama dormida. Aprieta el paso y la dama, que no responde a este mundo de los hombres, crece ante él. Guarda el paso de las Edades camuflada tras un halo de espesa vegetación, escondiendo entre los pliegues de su geografía nieblas permanentes y, tras ellas, cientos de árboles de toda condición. Diríase que el tiempo no transcurre entre sus lomas, y que los tejos, tan míticos como venenosos, se enraízan en la tierra con ánimo inmortal, pues muchos de ellos superan los mil años, llegando algunos hasta los tiempos en que el Imperio Romano trazaba sus caminos no lejos de allí.

Avanza el jinete al galope atravesando los primeros arroyos y, al fin, se adentra en la verde espesura. Busca al decano que guarda el valle de Valhondillo pues solo él alberga la respuesta que anhela y… Quién sabe si algo más. Hace lustros que tuvo que marchar, pues él no era sino la sombra de una ilusión de futuro. Una respuesta no pronunciada ante una pregunta por formular, pero que no obstante en cada nuevo amanecer tomaba cuerpo. Por eso se fue. No quiso correr el riesgo de ser una respuesta inconclusa. Atrás quedó ella, su misma deidad inmortal la cual, en el último momento, le confió su propio y largo futuro en forma de anillo; quiso asegurarse de que no la olvidaría. Y él galopó hacia el Oeste perdiéndose tras el horizonte.    

Afronta ya el último quiebro del camino, una vez superada la niebla del valle. El sol colorea el verde de naranja-promesa y todo refulge. Desmonta del caballo y clava la bota en la misma tierra que lo vio nacer, antes de que ella fuera siquiera una sonrisa tras un lienzo. Apurando el sendero se presenta ante el tejo. Resuena la tierra húmeda y huele el frescor de la vida apenas satisfecha, recién alumbrada al mundo emanando del decano y se pregunta, qué extraño hechizo conserva aquel lugar. Terminando de fluir dichos pensamientos roza el anillo una presencia de luz que al poco ciega al jinete. Volviéndose ante aquello queda desarmado, pues todos los ojos de la historia de sus antepasados, de las vidas vividas y por vivir, del tejo y de los seres de Valhondillo se han posado sobre él y, por encima de todos ellos, se perfila ella. En ese momento conserva la pregunta, materializada al fin tres mil leguas atrás, mas la respuesta, deseoso de poseerla, la tiene frente a él.  

Ella, tan frágil y tan poderosa. Ella, tan dueña de sí que se dejó guardar por algo menor que sí misma. Ella, no otra sino la deidad de las crónicas, de la estirpe protectora de todo lo vivo que puebla la creación. Ella, tan bella e inmaculada, tomándolo de las manos y sonriendo.

Nunca una pregunta llegó tan lejos.

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