El hombre cano y el vaso de leche
El hombre cano tras la ventana miraba sin ver. Sus ojos
perdían la verdad ante sí en favor de la imagen paralela de lo que fue. En
aparente fuga la realidad, que sin duda existía aunque no fuera tangible, se
deslizaba entre las copas de los árboles de la vera del río.
Se trataba de un amanecer de octubre, de esos en los que el
frescor de la noche rasa comienza a adueñarse del paisaje, deslizando el ocre
de las hojas hacia su aparente fin. La noche anterior se había revelado
insuficiente y, con pereza, comenzaba a despedirse al tiempo que él contemplaba
cómo la rueda del nuevo día se ponía en marcha. De pie, vaso de leche en mano
—tal que en aquel tiempo, mas sin cigarrillo—, sentía tras de sí la atención
que penetra de un recuerdo que él creía ya olvidado.
Desviando la mirada de soslayo intuyó la presencia de una
forma que, de pura luz, dejaba en sombra lo demás. Bebiendo un sorbo y sin
volverse, sintió el frío del vaso de cristal entre sus dedos y éste se expandió
por todo su cuerpo como el escalofrío de una certeza inesperada. No parecía
estar loco si conjugaba las sombras con el recuerdo y la luz con la sonrisa, y
cómo ambos universos del ayer y del frustrado mañana corrían de la mano como
entidades únicas. Por eso no se volvió. Porque sabía que aún juntos seguirían
separados.
Volviendo la vista hacia el río los pájaros se arremolinaban
caóticamente en torno a las ramas más provechosas; el sol ya despuntaba por su
izquierda y teñía de dorado el malva, por lo que el hombre cano, saliendo
camino del paisaje que lo rodeaba dejó atrás el frío vaso para respirar el aire
del nuevo día. Crujían la tierra y la arena bajo él. Estaba vivo y eso era lo cierto.
Iluminado por la luz del sol, la sombra quedando a su
derecha, el ayer detrás. Sonreía.