Un viajero llamado Uyuni



Y levantó la vista y los años de preparación, encarnando el propio viaje desgarrando la piel de su rostro. Si —entre el polvo que levantó al embragar— pudo haber una despedida, ésta quedó para el viento que sopló.
Pájaro que volaba hacia la luz surcando las corrientes de arena, no valiéndose de más alas que las de su propia moto; viendo amaneceres despuntar entre torres de piedra que lo escoltaban. Allá a donde quiera que se dirigiera en aquel tiempo, ese destino solo albergaría el impulso del nuevo trayecto. No era, pues, ese viaje resultado de un final predicho o de una ruta trazada, al contrario: viajaba por necesidad de sí mismo, de verse viviendo en continuo desplazamiento. La moto, como el resto de la impedimenta, era accesoria, si bien esta era su mejor herramienta para vivir.
Se llamaba a sí mismo viajero, a sabiendas de que dicha mención no era más que un ligero disfraz del que zafarse llegado el caso. Se trataba de una especie de pasaporte que le permitía seguir adelante como uno más de los muchos que recorren el mundo en moto. En el fondo él creía que llegar significaba detener el latir del corazón bicilíndrico que lo alimentaba; un corazón doble como dobles son los encuentros en el camino, donde el primer beso esconde el último abrazo, y donde este último supone el primer paso del que decide partir. Se disfrazaba de viajero circunstancial para no detenerse, buscando no querer, deseando ser amante para siempre.
Tiempo después llegaría al Salar de Uyuni. Era época de lluvias, y la inmensa planicie boliviana se encontraba cubierta con un ligero manto de agua. Las nubes se reflejaban en ella como si el mismo cielo hubiese decidido partir también a su propio encuentro. Emocionado, arrancó la moto y se adentró en el salar, perdiéndose en la fina línea horizontal que separaba el doble corazón celeste.

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