La ceguera del alcotán
El teniente Diego Rivas llevaba cartas de una joven llamada Laura, estudiante de posgrado en
Los días se
sucedían entre interminables reconocimientos y esperas. Además del equipo
reglamentario, todos llevaban diverso material como complemento. El sargento
Alberto Ramos llevaba tres pares de calcetines como precaución contra el pie
de trinchera. El soldado Rubén Linares no movía una hoja sin la pequeña Biblia
que le había regalado su madre. Óscar Márquez, que no olvidaba fácilmente,
llevaba siempre papeles de reserva para anotar cualquier suceso, hasta que le
pegaron un tiro en la cabeza y no llegó a tiempo de terminar su última libreta.
Todos eran conscientes de eso, de que la muerte podía sobrevenir sin avisar. “Pam”,
y dejabas atrás todas aquellas montañas, y humedades, y ríos interminables, y
noches estrelladas semiocultas tras la vegetación. Todos lo sabían, pero
callaban. Incluso en los breves momentos posteriores después de que Márquez
dejara de escribir, y el sargento Ramos acabara con el pequeño soldado
responsable mediante una eficaz descarga. Nadie habló cuando lo transportaron a
través del bosque, ni cuando lo izaron hacia el helicóptero que se lo llevó.
Aquella
noche, el teniente mandó instalar el campamento en la ladera de una colina, al
borde de la línea de bosque, con un verde prado a sus pies, y una razonable
barrera vegetal a la espalda que los protegía. A la espalda. Todos cargaban
algo en ella, pero unos más que otros, se decía. Él, además de la vida de sus
hombres, clavaba los ojos a través de su memoria y la sonrisa de Laura lo
fijaba al mañana. Eso era algo complicado en aquellos parajes. Portaba consigo
una única fotografía de ella. Lucía una media melena sujeta por apenas un lazo,
la piel tersa y blanca y ojos color miel, y según descendía la mirada unos
labios entreabiertos que desafiarían en misterio a la propia Gioconda. Aparecía
descansada en el marco de una puerta, con el codo izquierdo apoyado en él; en
el reverso rezaba “con amor”, pero él no se hacía ilusiones. No al menos hasta
que no volara de regreso a España, y el presente hubiérase tornado en pasado,
donde el crujir de los pasos, dados como autómata sin futuro sobre los
cristales rotos, fuesen apenas una pesadilla. La imagen mostraba también su
muñeca izquierda. El teniente recordaba aquella muñeca. La había tenido entre
los dedos de su mano una noche de septiembre en la sierra de Madrid. Fue en una
plaza a oscuras, y Laura llevaba una chaqueta de cuero que se abría en los
puños, durante los fuegos artificiales de las fiestas de aquel pueblo en el que
se conocieron, mucho antes de ese momento y de ese prado verde que se tendía
ahora a sus pies. Fue entonces, durante los últimos fuegos y el ruido de las
explosiones, cuando rozó aquella muñeca. Ella se volvió y le dirigió una mirada
compungida que le hizo retirar la mano, pero siempre recordaría el tacto de
aquella chaqueta y de la muñeca que escondía. Recordaba haberse despedido de
ella con un beso en la puerta de su coche, casi con prisa. Debería haber hecho
algo valeroso. Debería haberla llevado en brazos hasta su cuarto, atarla a la
cama y tocar su muñeca toda la noche. Debería haberse arriesgado. Cada vez que
miraba aquella fotografía se le ocurrían nuevas cosas que debería haber hecho.
Meses más
tarde la mañana amaneció gris. En la guerra, el tiempo parece transcurrir al
margen de los amaneceres que se vislumbran. Los días se convierten en segundos,
cuando son el tiempo necesario para reaccionar ante una emboscada en la que
nadie pronostica más allá del latido acelerado de su corazón, o pueden parecer
años, si el tedio de la guardia y los mosquitos se instalan en el mismo. El
soldado Rubén Linares opinaba que la guerra era un juego de movimientos en el
que los humanos creían tomar el papel de dioses, pero el teniente Rivas
ignoraba cuánto de Dios habría en aquel juego. Sólo sabía de la certeza de
saberse muerto a cada instante. Como en aquella ocasión. Comenzaron a moverse
de la posición en fila india, entre los arrozales. Llevaban puesto el poncho
que los protegía de la humedad y avanzaban lentamente. Linares se adelantó a
reconocer el terreno más allá de unas pequeñas rocas que obstaculizaban la
visión, y en segundos saltó hacia lo alto de aquellas rocas entre humo y calor.
Calor. Nunca olvidaría el calor que golpea la cara cuando estalla una mina, y
todo se vuelve negro y cientos de esquirlas vuelan en todas direcciones, como
cortando la negrura, como tarjetas de visita de Caronte. Y después: silencio… y
Laura. Laura, y silencio. Pensaba en todo ello el teniente días más tarde. La
guerra. Era difícil recordar buena parte de ella, pese a estar copados por la
misma. Trataba de escribir a Laura una carta de esperanza, pero a cada idea le
seguía la imagen de Márquez agarrando el lápiz tendido en el suelo, o la de
Linares saltando hacia las rocas. El acto de recordar se convierte en una
especie de reacontecer. Márquez escribiendo al sol, Linares prestándose
voluntario para reconocer el terreno y después desapareciendo. Así que una vez
más desistió, y trató con todas sus fuerzas de que su amor por ella cruzara el
océano limpio y no se diluyera jamás, pues ella era la única razón, ella era su
propio y singular juego de dioses.
Una cruz
apareció pintada en la puerta de una choza y el teniente avanzó hacia ella. Era
una cruz limpia, blanca, similar a las cruces que ornamentaban cada esquina del
pueblo que dejó atrás un día, cuando el atardecer marcó la dirección que él
mismo seguiría al día siguiente, embarcara, y se plantase de nuevo ante la cruz
de ese lugar, lejos de él, y de Laura, lejos de la memoria. La cruz lo mantuvo
por unos instantes anclado en aquel punto, como tratando de recordar escenas de
un pasado que ya no estaba seguro de haber vivido, que más parecía una
pesadilla abrumadora y violenta que de tanto en tanto, cada noche, lo
atenazaba. La choza aparecía desierta y el teniente, volviendo en sí, convino
en que aquel lugar sería adecuado para montar el puesto de observación,
distante apenas unas millas del frente del que se habían alejado días atrás. Y entonces
sucedió. Surgió de la nada y el tiempo se detuvo. Llevaba un par de horas
escasas en el puesto cuando el muchacho abrió la puerta, iluminando la estancia
en la que el teniente se encontraba. Quizás fue un acto reflejo, o quizás no.
Quizás la guerra se trataba de eso, de dejar en casa la razón y cargar en el
petate apenas una dosis de reflejos. El desconocido se detuvo helado antes de
caer fulminado. Se trató de una caída fría y seca, desprovista de todo. No hubo
tiempo para pensar, el teniente —o la guerra— no lo permitió. Cayó a los pies
de la cruz blanca, sin tiempo de hacer o decir nada más. El fusil del teniente
aún humeaba cuando éste reaccionó para acercarse al chico. Tendría apenas
veinte años, puede que menos, y por supuesto no era un enemigo. Yacía con la
última expresión que acertó a mostrar tan pronto como abrió la puerta y la luz,
seguida de la oscuridad, lo envolviera. Una expresión de sorpresa y miedo
encima de un cuerpo grácil y atlético, acostumbrado a moverse con soltura por
aquellos parajes que lo vieron nacer. Seguramente su madre esperaba que algún
día prosperase, que abandonara aquel lugar en donde su familia llevaba desde
hacía generaciones para estudiar en la ciudad. Seguramente, se dijo, el chico
de la cruz blanca era ingenuo.
Esa noche el teniente no pudo dormir. El recuerdo de lo sucedido clavaba
su mirada a través de las estrellas, fijando su alma, y la de todos sus hombres
a cada una de ellas, como tratando de agarrarse a un infinito en donde se
encontraría con Laura. En la duermevela de la ensoñación, la guerra parecía detenerse
y sólo quedaban en el cielo unas pocas nubes blancas livianas. Pero el teniente
lo sabía, ya era consciente de ello apenas sí pisó aquella región. Sabía que
algún día volvería sobre sus pasos y, caminando entre los helechos, dejaría a
un lado a Márquez con su libreta, y a Linares y a sus rocas, y al chico de la
cruz blanca, no siendo ya sino un hombre. Todos lo mirarían cuando se
encontrase con Laura. En ocasiones, el sudor frío lo sorprendía recitando de
memoria las palabras que ella había dejado escritas en aquellas amarillentas
páginas, e imaginando que la tomaba de la muñeca.