Un viajero llamado Uyuni



Y levantó la vista y los años de preparación, encarnando el propio viaje desgarrando la piel de su rostro. Si —entre el polvo que levantó al embragar— pudo haber una despedida, ésta quedó para el viento que sopló.
Pájaro que volaba hacia la luz surcando las corrientes de arena, no valiéndose de más alas que las de su propia moto; viendo amaneceres despuntar entre torres de piedra que lo escoltaban. Allá a donde quiera que se dirigiera en aquel tiempo, ese destino solo albergaría el impulso del nuevo trayecto. No era, pues, ese viaje resultado de un final predicho o de una ruta trazada, al contrario: viajaba por necesidad de sí mismo, de verse viviendo en continuo desplazamiento. La moto, como el resto de la impedimenta, era accesoria, si bien esta era su mejor herramienta para vivir.
Se llamaba a sí mismo viajero, a sabiendas de que dicha mención no era más que un ligero disfraz del que zafarse llegado el caso. Se trataba de una especie de pasaporte que le permitía seguir adelante como uno más de los muchos que recorren el mundo en moto. En el fondo él creía que llegar significaba detener el latir del corazón bicilíndrico que lo alimentaba; un corazón doble como dobles son los encuentros en el camino, donde el primer beso esconde el último abrazo, y donde este último supone el primer paso del que decide partir. Se disfrazaba de viajero circunstancial para no detenerse, buscando no querer, deseando ser amante para siempre.
Tiempo después llegaría al Salar de Uyuni. Era época de lluvias, y la inmensa planicie boliviana se encontraba cubierta con un ligero manto de agua. Las nubes se reflejaban en ella como si el mismo cielo hubiese decidido partir también a su propio encuentro. Emocionado, arrancó la moto y se adentró en el salar, perdiéndose en la fina línea horizontal que separaba el doble corazón celeste.

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Viajando

— Y tú, ¿por qué viajas?

— Algunos me lo preguntan, pero no creo poder responder con un porqué.
— Bien, entonces, ¿hacia dónde te diriges?...
— Diría que viajo hacia una proyección de mí mismo.
— ¿Cómo lo haces? 
— Hace unos años aprendí que el cómo es variable. Se puede estar sin sentir, pero no se puede sentir sin estar. Viajo en permanente huida; no me busco, ruedo tras una ilusión que, precisamente por lejana, se mantiene viva. Si me acerco demasiado, huye de mí, no sin antes pasearse distraída. Viajo para llevar la maleta, para no ir a remolque.


En cierta ocasión esa ilusión estuvo a punto de quemarme. La recuerdo porque casi se hizo realidad. Entonces todos esos kilómetros, caminos y puestas de sol, esos rincones desaparecerían para mí, no serían necesarios; sentí miedo. Tiempo después me planteé si me empeñaba en mantener un orden de prioridades que ya no obedecía a mi ser, si era que el viaje había cambiado algo, y si la ensoñación ya no iba por delante mostrando la siguiente curva, sino por detrás de la estela de la moto. Si ya solo viajaba en automático. Qué hacer entonces, me dije. La duda me acompañaría durante un largo trecho. Se sucedieron las fotografías del camino: una aquí, en mi patio trasero de pinares serranos, otra allá, por paisajes más grises y pétreos, en el norte. Precisamente en uno de esos caminos rocosos, no ha mucho, despejé esa cuestión.

Sigo huyendo de mí para encontrarme en un futuro aún por escribir, porque la ilusión del principio vuelve a brillar en la lejanía, de tal manera que puedo seguir sus pasos. No me persigue. Me marca el camino por el que luego llegan los momentos y vivencias que, al caer la noche, repaso como fotografías de diversas edades. Del niño que juega al margen de la carretera, al hombre que se aparta de ella...

A veces miro atrás y no me reconozco, mas miro adelante y aprecio el porqué, el cómo y, sobre todo, el hacia dónde.


— ¿Y el hasta cuándo?
— Imagino que el día que el mundo se contenga en una sonrisa.


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