Dos metros

Una de la tarde, domingo. El calor del incienso prende de aroma y color la escena, mientras de fondo suena Bob Marley; parpadeo de milenios fundidos en un solo momento. Un hombre da la espalda a la noche anterior apoyado en la ventana, fumando un pitillo absorto, pensando en que el camino que separa un primer beso del último es corto. En la mano un vaso de leche sostiene, no así su acompañante femenina, quien sentada en el sillón observa el torso desnudo de su compañero entre el claroscuro que el sol de mediodía brinda a la estancia. Lleva puesta su camiseta, único abrigo que de él esta noche ha recibido. En ese extraño mes de Octubre —al igual que durante cierto tiempo atrás— las mentes han perdido la inocencia y la cordura, dejándose arrastrar por una senda que él no está dispuesto a seguir. Por eso continúa dándola la espalda, aspirando entre caladas un aire cargado de feromonas y tensión; frío y calor sutilmente hermanados en la inmensa distancia que suponen apenas dos metros. Unos metros que rubricarán para siempre la seña de la memoria.


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Prólogo

Este no es un libro al uso. Para empezar, te diré que aún no sé ni cómo he llegado hasta aquí, ni cómo es que estoy delante de una pantalla tecleando para ti. Supongo que era cuestión de tiempo. Sí Sara, creo que ha llegado el momento –mis amigos lo calificarán de prematuro, pero qué narices- de transmitirte o de al menos intentar hacerte llegar mi visión sobre este Mundo que tú y yo pisamos, y del que nadie sabe –sabemos- cuál será el futuro que le depara. Te hablaré de pasión, de lágrimas, de resignación, de libertad, de felicidad, del tiempo, del amor… De nuestro YO en medio del enjambre de personitas que nos rodea. En realidad me has de perdonar; me vas a servir de meta para plasmar en papel todo lo que hasta el día de hoy, a mis veintiún años, he podido sacar en claro. También –cómo no- quiero pedir disculpas al hipotético lector que repase sus dedos por estas paupérrimas páginas, he sido un desconsiderado al no hacer las presentaciones pertinentes. Sara es mi sobrina. Está a punto de cumplir ocho años y ya apunta maneras. Habla con la mirada. Es de esas niñas de enormes y profundos ojos azabache que miran más allá de cualquier apariencia o convención. Ya ves Sara, en qué cosas nos fijamos algunos para quedar reducidos a la nada al primer vistazo…

A Sara y a ti, lector, os voy a hablar de una manera de ver la vida que a mi juicio resulta muy rentable. Quiero que eches un vistazo en derredor. ¿Qué ves? Yo te lo diré, gente, mucha gente atareada y con prisas que de un lado para otro arrastran su vida, esclavizados por múltiples razones que a todas luces parecen enormes muros insalvables, y que –además y para colmo- entre los cuales parecemos todos abocados un día a vivir. Permíteme hacerte llegar mi humilde receta para hacer de tu existencia algo provechoso para ti. Y es que, sin ambages, creo firmemente en el YO, en un individualismo apoyado en los demás que nos permita desarrollar y sobre todo, experimentar las múltiples caras y sabores que la vida nos reserva.

Solo me resta hacer de esta lectura algo provechoso y ameno, algo que nos anime a adentrarnos en el apasionante mundo interior de nuestra realidad. Demos la mano de la duda y el primer paso. El segundo es cosa tuya.

¿Comenzamos?

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Deseo

Seguimos la serie de moralejas. En esta ocasión permíteme dar la mano a la sesión de las doce, o si lo prefieres, de adultos. Una historieta que –espero- hará reflexionar sobre esos momentos en los que perdemos la conciencia para dejarnos mecer en la ilusión de un momento íntimo.

Hombre y mujer, vida y muerte del sentimiento al abrigo de las sábanas, clímax y descanso de la pasión redimida con un beso y un abrázame a tiempo. Praxis salival en la vega del Guadarrama. Ella, aún excitada, jadea y sonríe. Te mira y sabes que es un momento especial y vulgar a un tiempo. Por qué, te preguntarás, pues porque sentimiento y acción se disocian en el momento en que rutina y costumbre se abrazan. Vulgar como lo son todas esas historias de teletienda, revista y salsa rosa, y a la vez especial porque acabas de regresar de un mundo irreal en donde las sensaciones dominan la existencia, donde el placer obnubila la razón, lejos de cualquier estigma o convención social.

Sin duda lo has pasado bien. Claro, si nos atenemos al acto en sí podemos decir el día de mañana yo nunca estuve allí, qué va, nunca ocurrió. Pero está ahí, y te mira en silencio, sin nada que decir, sin nada que hacer, sin nada que contar… Mañana esta historia será una más, y sin duda no será discernible de otras tantas, por lo que te limitas a vivir el momento sin reparar en el futuro. Un beso y un hasta la próxima sellan al alba todo cuanto de pasión y deseo os hicieron rozar las estrellas. Charlar de tú a tú con la inconsciencia orgásmica te hace pensar al día siguiente si vale la pena sentir sin sentir, besar sin entregarte. Depende –como todo- del cristal con que se mire. Habrá quién lo defienda a ultranza, sexo, libertad, anarquía sexual y tal… Otros lo repudiarán escudándose en la moralina de siempre, y otros –entre los que me incluyo- aprobarán la libre decisión que entraña dejarse llevar, pero que sin embargo piensan que tanto en la vida, como en el amor, hace falta algo más por nuestra parte. Que no se trata de mirar egoístamente el sexo como si de una máquina tragaperras se tratase, en la que echas monedas hasta que cae una, sino que siendo más selectivos esos momentos pasan de ser normales a especiales, por cuanto que aportando una pizca de sentimiento –sin pasarse, eso se lo dejo a los enamorados- le das ese toque particular que la complicidad nos brinda.

En cualquier caso -como digo- probar es sano. De lo que depare el futuro nos encargaremos cuando llegue, que esta noche el crepúsculo ha señalizado con una estrella nuestra particular odisea emocional.



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Reencuentro

Esta es la historia de un hombre que cabalga las sombras, de un hombre que gusta mecerse en el paso del tiempo mientras observa el mundo que lo rodea. Una historia en letra minúscula, y al tiempo de airadas pasiones y profundas resignaciones. Una historia en definitiva de las que acaban perdiéndose, y de la cual no quedarán más que bisoñas estrellas bautizadas anónimamente por el protagonista. La historia de un hombre escrita por las mujeres a las que amó.

Comienza esta serie de ripios relatos en la bocacalle que media entre la fugaz mirada de una mujer y una avenida adornada con vetustas luces de navidad. Son las ocho de la tarde de un desapacible anochecer de invierno; el lugar, no otro que la ciudad de Madrid, aunque podría servirnos cualquiera, a fin de cuentas semejantes son las historias, parecidos los sentimientos que afloran, pero diferentes los hechos que llevan a las mismas a buen puerto o al temprano naufragio del adiós. Nuestro particular don quijote camina a buen ritmo acuciado por el llanto del cielo, que hasta ese momento no se parece decidir a tomar un respiro. Imbuido en sus pensamientos no repara en la hora que es, y al llegar al número 101 se detiene absorto y perplejo. Es un hombre que vive la vida jugando con los pequeños detalles; dice: “¿De qué si no están hechos los recuerdos, nuestro equipaje del mañana, sino de minucias que nos calan más que cualquier tormenta?” Sin duda ese número -ese “palo cero palo” como dirían algunos- encierra un gran misterio que algún día resolverá. Hasta ese día se limita a verlo aparecer cual Guadiana en su cotidianeidad. Volvamos al 101 de la avenida, en el portal del edificio una mujer trata de abrirse paso hacia el interior manoseando un manojo de llaves, pero al reparar en el hombre que se ha detenido ante ella se da media vuelta. No hay diálogo ni intercambio de palabras, no. Sabe perfectamente de quién se trata, y eso la tranquiliza en parte, mas han pasado años desde la última vez que de sus labios surgió su nombre. Él repara en el color del cabello de su particular coincidencia, a la luz de las farolas semeja el brillo de un atardecer en su hora dorada. Las miradas se cruzan, se estudian como por encargo de una pasión perdida años ha. En aquel tiempo eran jóvenes de apenas veinte años, y su historia no devino en poco más que momentos de intimidad y furtivas experiencias a la luz de la luna de un pueblo lejano. Quedaron sin embargo rescoldos, y la llama aún derrama cera en su recuerdo. Pasan de las miradas a los hechos según se van erizando los vellos de la nuca, y funden pasado y presente con el roce de una caricia brindada a tiempo.

Si algo han aprendido con los años es a no pensar demasiado en el mañana, a actuar en el ahora, a olvidar la indecisión que aflora en los momentos en que no se sabe valorar lo que se tiene, ni de lo que en juego se libra en la arena de los sentimientos. A fin de cuentas siguen siendo jóvenes de vuelta de la vida, y tienen claro que de los encuentros del hoy podrán o no surgir las relaciones del mañana, pero que difícilmente las ilusiones e imaginaciones “antes de” terminan por cumplirse.

Como rezaban aquellos versos:

Vivir no es sólo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar, es empezar a morir.

De la mano de las experiencias crearemos nuestras vivencias. Que no se trata de vivir sin más, de esperar en un limbo de cómoda y cálida poltrona a que todo se aclare y los sentimientos se ordenen, sino de experimentar absolutamente todo para poder saber quedarnos con lo que nos realice como personas. Como mujeres y hombres estamos obligados a ello, nadie dijo que fuera fácil, mas… ¿valdría la pena dejar pasar de largo las oportunidades? Personalmente –ahora que he tomado parte en esta historia pasando de narrador a personaje- creo que no.

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