Dos metros

Una de la tarde, domingo. El calor del incienso prende de aroma y color la escena, mientras de fondo suena Bob Marley; parpadeo de milenios fundidos en un solo momento. Un hombre da la espalda a la noche anterior apoyado en la ventana, fumando un pitillo absorto, pensando en que el camino que separa un primer beso del último es corto. En la mano un vaso de leche sostiene, no así su acompañante femenina, quien sentada en el sillón observa el torso desnudo de su compañero entre el claroscuro que el sol de mediodía brinda a la estancia. Lleva puesta su camiseta, único abrigo que de él esta noche ha recibido. En ese extraño mes de Octubre —al igual que durante cierto tiempo atrás— las mentes han perdido la inocencia y la cordura, dejándose arrastrar por una senda que él no está dispuesto a seguir. Por eso continúa dándola la espalda, aspirando entre caladas un aire cargado de feromonas y tensión; frío y calor sutilmente hermanados en la inmensa distancia que suponen apenas dos metros. Unos metros que rubricarán para siempre la seña de la memoria.


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