Esas gorras

No puedo evitarlo, al verlas se me sube la pólvora al campanario. Las ves, muy dignas ellas, encaramadas casi en la coronilla del chungo de turno, con la visera cuasi vertical, y como no, medio de lado. Rediós, que mala sangre se me pone. Y no puedo evitarlo, quizá sean los años, o simplemente sea el sentido común, la cultura, o el pensamiento crítico. O puede incluso ser mi cada vez más marcada tendencia de repulsa al rebaño, a la masa informe de gente desgarbada y sin más motivaciones que las de caer bien al grupo, sin ideas, sin nada más que su gorra, sus oros, y todo los abalorios remanentes de una sociedad en decadencia.

Como digo, es verlos y torcer el gesto. Es algo mágico, casi una exégesis hereje como salida de la nada. Algo que nace de mis adentros y que me hace elucubrar —entre dimes y diretes— ciertos pensamientos. Cómo si no —aún en la repulsión hacia todo aquel que acepta lo que le toca, sin planteamientos, sin cuestiones ni cavilaciones—, explicar que es avistarlos por proa, y bullir en mi interior el carcajeo, esa risa incontenible del loco que todos somos.

Es fácilmente explicable. Esos pensamientos encontrados a mitad de camino entre el asco y la risión no son más que reflejos naturales. Por qué, se pensará. Pues porque —mira tú por donde— la degradación conduce a la locura, a la histeria en principio individual y finalmente colectiva de una sociedad. Los ves venir y te preparas, sabes que en cuestión de segundos la bilis amargará tus pasos, pero a la vez tienes la certeza de que esas pobres gorras —las cuales no tienen culpa de nada, por cierto— van —vamos— camino del abismo, y te acabas riendo malévolamente para tu gola. A fin de cuentas uno es humano —uno, individual y particular; no muchos, colectivo o vulgar—, y termina mirando al frente al cruzarse con ellos, sonriendo, mientras barrunta la desgana, la ira, o la felicidad a un tiempo, y tiene la certeza de que las estrellas pronto se irán apagando…

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