El eco del paria

Hace ya mucho de esta historia. Demasiado quizá para poner nombre al protagonista, ahora que han pasado tantos meses como años. Tanto, que en la mirada arrugada por el desgarro del tiempo ya no asoma ápice de inocencia; mas en él no existe atisbo de olvido ni rémora de conciencia. Cambió, eso es todo.

La huella del neumático recuerda cuando apenas era un joven imberbe de casco en mano y mochila al hombro, en el que en uno de sus viajes y quiebros del Destino fue a dar con el misterio de las relaciones humanas, con la gran aventura que supone parar la moto y decir aquí estoy. Era época de grandes ideales, de —ahora fútiles— esperanzas, cuando bregaba denodadamente convencido del provecho de la palabra y el artículo, cuando en fin, era un idealista. Pensaba de tal modo nuestro personaje que, al fijar la vista en un cabello cobrizo, no hizo más que plantar el sello de otra cicatriz más sobre el lomo. La miraba de lejos en primera instancia, observando como ordenaba sus cosas en el bolso o encendía un cigarrillo sentada al sol, mirando al infinito tras un baño en el río. La imaginaba guardiana de inhóspitos mundos interiores, de crueles dolencias y sutiles vivencias. Se convirtió para él en un reto, un enigma por resolver. ¿Qué escondía esa enigmática y circunspecta mirada, en ocasiones posada sobre él?

Pasó el tiempo y entre viaje y viaje la vio crecer, a la par que él también lo hacía. La muchacha continuaría orillada en aquel río. Cada vez que nuestro héroe visitara la ciudad no podría evitar hacer una visita a donde ella siempre había estado para, de lejos, analizar sus movimientos y escuchar su risa. Se sentía adalid de dos Destinos entrelazados pero nunca unidos.

Leyó, viajó, adquirió experiencias e ideas y perdió otras, conoció terceras orillas del río. Pasados los años y detenido nuevamente sobre la moto, volvió a ver brillar el cabello reflejado en la visera del sempiterno casco. El viejo amigo oculto tras la oscura fachada de un desconocido. Pero ahora todo era diferente. Resultaba imposible buscar en ella a la muchacha de cabello cobrizo. Era irreconocible en su totalidad. Al crecer y madurar, las ilusiones se diluyen en la praxis del ensueño, y él ahora no veía más que una pesadilla abrumadora y violenta en la que —de cuando en cuando, al volver a verla— se adentraba tratando de seguir teniéndola en el olimpo de lo imposible. Todo eso había terminado, ya no quedaban pedestales en los que encaramar su sonrisa. Perdió la inocencia. Tampoco él reconocía al hombre que tras la visera miraba sentado sobre la moto.

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