Era de tal magnitud la impronta dejada en su ánimo
que se preguntaba si algún día ésta desaparecería por completo. Marca de
procelosas noches y reflexivas madrugadas, de onerosas diatribas entre el yo y
el nosotros y entre la dualidad adolescente del niño que juega a ser adulto.
Juegos que se demostraron inocentes de los intereses maduros, que pusieron de
relieve que seguía siendo un cándido aprendiz de la vida. Caminaba despacio
entre los árboles hoy, sí. Se adentró en las sombras, sin quejas ni lamentos.
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>> Texto escrito tiempo atrás <<
Mirando hacia el parque, apoyado
en el tronco de un árbol rendido, un hombre bueno se encendía un cigarrillo. Al
tiempo que sonaba la yesca del encendedor se iluminó el rostro; calado el
sombrero a lo antiguo, esa mirada enfatizada por las sombras parecía fijarse en
un punto en la lejanía.
A su diestra, sin duda el río
bajaría bravo tras las próximas lluvias que, como si se hicieran de rogar,
habían permitido a la tierra endurecerse de tal modo que el torrente se haría
inevitable. Como la tos que sobreviene al atragantamiento del sediento, el agua
correría sin mirar atrás, sin poder ser aprovechada. El hombre no podía dejar
de pensar en la ironía de aquel espectáculo, y en que para cuando ello
sucediera nadie sería testigo.
El punto que tras el humo del
pitillo se dibujaba en las pupilas de nuestro hombre se movía. Una antigua
compañera de aventuras y viajes paseaba cercana a la vera, deteniéndose cada
poco para mirar a las nubes, como escudriñando un futuro que sin duda se
entremezclaba con su pasado, cuando no miraba al cielo. Él se lo preguntaba
desde el día en que marchó tomando el camino del curso, aguas abajo, allá en
donde otras orillas abrazaban aquel cauce. Se lo había preguntado incluso
cuando estaban cerca el uno del otro.
Tiempo ha, ella había esperado su
llegada, mas él no había hecho acto de presencia. Tiempo en el que otras nubes
blancas aparecían como únicos huéspedes de aquel lugar. Hoy esas mismas nubes
cruzaban las crestas de la sierra cargadas de lluvia, moviéndose pesadamente,
cerniéndose despacio sobre el parque. La mujer alzó la vista y se detuvo. El
olor de la humedad le produjo inquietud, mas evocaba gratas imágenes, cuando la
lluvia resbalaba por su sonrisa. Él aguardaba.
Comenzando a llover, el recuerdo
de una promesa por cumplir la dejó vencerse a la tentación de tumbarse bajo las
gotas que, poco a poco, empapaban su rostro cada vez en mayor número. El río
cobraba vida en la lejanía y su fluir erizó su piel con emociones que creía
olvidadas tras tantos años. Sonreía —intuyendo con la milenaria serenidad que
la intuición otorga a las mujeres—, todo tenía su orden.
Extinguidas las últimas volutas
de humo en el trepidante crepitar de la lluvia contra su sombrero, el hombre se
preguntó si el río se desbordaría tras todo aquello, o si sería capaz de
conducir aquel torrente sobrevenido; si las márgenes del río asirían la lluvia
o la dejarían correr una vez más.
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