Noche de Autos

Sonó el móvil puntual, y como una admonición premonitoria supo que había llegado la hora. No cabía echarse atrás, no ahora. Siguió sonando mientras terminaba de afeitarse lenta y metódicamente, como sólo lo podría hacer un hombre de mente especialmente brillante y de vuelta de la vida. Al cabo, el Bip Bip acompañado del zumbido característico cesó en su intento y, pasivo, permaneció inerte sobre la cama. Si algo le había enseñado la vida era a hacerse de rogar, una táctica poco ética pero en absoluto inmoral. Caminó todavía húmedo por la habitación del hotel Imperial, y a cada paso sentía la excitación de lo prohibido. Delante de la cómoda y dispuestos casi matemáticamente se hallaban sus escasos enseres preparados para la ocasión —un reloj de pulsera acerado y su anillo de plata—. Al mirar al espejo no pareció reconocerse —él ahora se hallaba, en teoría, a varios cientos de kilómetros de allí en compañía de varios amigos—, y no veía ante sí otra cosa que una sombra que sonreía veladamente entre el sol y sombra que conformaban los rectángulos de luz que a esas horas empezaban a perderse por el horizonte en un irónico crepúsculo.

Dio media vuelta y alcanzó el móvil. La llamada de antes no era otra cosa que la señal que estaba esperando desde hacía días. El sábado a las ocho, habían dicho aquellos ojos verdes esmeralda que ahora recordaba entre confiado y expectante. Eran las siete y media de la tarde de un caluroso día de Agosto, uno de esos días que acababan siendo inexorablemente con el tiempo dignos de recordar. Para bien o para mal, la mujer que esperaba bañada en ese halo de misterio, había accedido a una segunda entrevista.

Con un leve escalofrío cerró la puerta del hotel. No iba mal a fin de cuentas. Con el cabello negro aún húmedo salió a la calle y tomó un taxi —uno de aquellos sufridos taxis carcomidos por el ambiente salino—. Al Ipanema, dijo.

Ella lo esperaba sentada en una mesa apartada del bullicio general del restaurante. Lucía como nunca una melena negra terciada con su flequillo característico, y destacaba aún entre el claroscuro de aquel rincón por su vestido azul atlántico. No era mujer de grandes alhajas, tan sólo un semanario de plata en la muñeca derecha que alzada, se erigía sosteniendo un cigarrillo, y un anillo igualmente argentado en la otra mano que parecía fuera a deslizarse en cualquier momento por su tersa piel. Llegas tarde, le reprobó.

Pasaron las horas entre licores y discusiones en un principio intrascendentes, hasta que Marta —que respondía a ese seudónimo para sobrevivir en el embarrado cártel por el que se movía— le dijo al tiempo que se inclinaba ligeramente hacia él, lo cierto es que ya nada importa, Campos —nunca lo llamó por su nombre, tenía la costumbre de dirigirse a él por su primer apellido—. Creo que todo lo que hemos hablado esta noche carece en este momento de importancia. Estoy aquí cenando a escasos kilómetros donde pronto moriré. Y abriendo los ojos al tiempo que las dilatadas pupilas bebían de su mirada, añadió, y probablemente tú conmigo. Tengo el gusto de comunicarte que me encuentro en ese punto exacto en que una mujer desea serlo en su totalidad. Quiero que me abraces fuerte y no me sueltes. Así que vayamos al hotel, si no te importa.

Caminaron despacio por húmedas y solitarias calles. Al poco ella lo besó mientras lo apoyaba en una fachada anónima a la sombra cómplice de una farola fundida. Aquella noche hicieron el amor lenta y pausadamente al abrigo de una luna veraniega y de la brisa marina, concediéndose ligeras pausas para descansar. En un momento dado ella se incorporó y caminó grácil hacia el balcón, tenía cierta predisposición al desnudo, pensó Campos. Y apoyada en la baranda del séptimo piso del Imperial contemplaba el cielo nocturno, quien sabe si maldiciendo su Destino. En pocos días la parca haría una visita a aquella figura desnuda que en este momento miraba hacia él. Era el típico ajuste de cuentas anunciado, pero ante el cual se mostraba extrañamente serena, como si con su muerte se cerrara la brecha que ella misma había abierto en su entorno. Se levantó de la cama y fue hacia ella, rodeándola con sus brazos. No te preocupes susurraron sus labios, y un estremecimiento se perdió en la femenina duermevela de los sueños. Pero Campos era ajeno a todo eso. Él había sucumbido a la vorágine de sensaciones, miradas e insinuaciones a cientos de kilómetros de distancia de su vida real. Pronto el alba anunciaría el final de su último amanecer. En verdad era una bella noche. Su noche de autos.

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