Anochecer en Orión

Esta es probablemente una historia que no interese a nadie. Una de esas historias que todos hemos oído alguna vez perderse en un andén, camino del olvido. No obstante es la narración de una vivencia que comenzó precisamente en el momento en que la vi aparecer por primera vez.

Lucía un vestido rosa muy veraniego —háganse cargo, mes de Julio-, tras el que se ocultaba un bikini anaranjado. Caminaba con paso firme entre las sombrillas de piscina —clavadas a mediados de Junio por los vecinos temerosos de perder la primera línea-. Tenía quince años y la vida en los labios. Mejillas nacaradas, bonitas, de infantería. Sin embargo lo que me cautivó de ella fueron sus ojos. Unos ojos azul Orión que eran capaces de desnudar el alma tan sólo con proponérselo. Sin decir una palabra se sentó junto a mí y varios más —en esos momentos sólo tenía ojos para
ella-, a la vera de un olmo.

Era de Gijón. Andaba pasando unos días con sus tíos en la sierra de Madrid. Yo contaba entonces apenas veinte años. Muchos y a la vez pocos quizás, pero torres más altas han caído, me decía. Apenas coincidí con ella cinco días. Unos días en los que, presa de la timidez y la inexperiencia ante ese maravilloso y a la vez doloroso sentimiento, consumí las horas a su lado con la boca cerrada. Habrán sabido de esa sensación de práctica inutilidad si han caído en el error de endiosar a una mujer como me sucedió a mí. Sí, hablaba. Bastante poco la verdad, lo justo para no parecer un autista, pero lo cierto es que ardía de rabia y enfado conmigo mismo por no saber sacar adelante mi amor y pelear por él. Las noches eran largas, en las que las lágrimas poblaban el mar de dudas por el que navegaba, azuzado por los vientos de mi desdicha.

Pasaron los días y se fue. Perdí el tren, como quien dice. Quedé huérfano de amor, saboreando el amargo desamor del cobarde, del que no ha sabido luchar por lo que quiere. Marchó a su neblinosa ciudad costera a bordo de un tren. Mientras se alejaba camino de mi absoluto olvido, pude comprobar por mí mismo lo perra que es la vida. Marcelo ven y ayúdame a escapar de la cena que tengo con mi novia y sus amigos esta noche, me dijo el tordo de mi amigo. Accedí. Ausente de la vida, paria del sentimiento.

Esa madrugada, entre cervezas y humo de cigarrillos lo vi claro. La había endiosado, y perdido por ese mismo motivo. Al hilo de unas confesiones de mi buen amigo —algo bueno tuvo ayudarle al fin-, pude saber que ella en realidad había estado esperando a que me decidiese. No lo hice y, como es lógico, se lió la última noche con el primer saco de huesos que encontró.

Durante estos meses de ausencia he podido reflexionar mucho. He conocido a otras mujeres, otros brazos y otras miradas, cada una especial en lo suyo, sin embargo la espina sigue clavada en carne fresca. Debe ser así, supongo. Dicen que el amor verdadero es tan solo el primero. Yo no estoy de acuerdo, sin embargo la herida sigue infligiendo daño y obligando a pararme y mirar hacia el norte, su tierra.

El secreto debe de estar en no endiosar a una mujer. Saber que no existen nobles para sus ayudas de cámara, saber que son personas como todo el mundo, que por alguna razón nos han calado hondo, rozando el misticismo, extraños al deseo y al instinto.

Ella continúa a lo suyo, ajena a estas reflexiones y tormentos. Por ese motivo, escribiéndonos el otro día me dice, por qué no te vienes a pasar un fin de semana a Gijón. Lo pensaré, fue mi respuesta. Y es que en el brumoso camino de la duda por el que transitamos desde que el mundo es mundo, nunca sabes cuando vas a volver a encontrarte cara a cara con aquel fantasma del pasado llamado desamor. Y no tengo prisa, quién dice que no aparezca una tarde por allí, con mi carpeta y un libro bajo el brazo, mientras veo la puesta de Sol desde la villa de Jovellanos, descargando las espaldas de un miedo que se habrá difuminado en la última luz del crepúsculo.

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