Café Gijón

La única salvación para los vencidos es no esperar salvación alguna. “Una salus victus nulam sperar salutem.”

Hoy es uno de esos días en los que te reconcilias con el mundo. De esos en los que, sentado en un banco acolchado, escuchando el burbujeo histórico de una máquina de café, al tiempo que oyes conversaciones de todo tipo, encojes los hombros y te dices pues oye, pues el mundo no es tan malo a fin de cuentas. Aquí, sentado en el centro mismo del café con más historia literaria de España, puedo reconocer el paso de cientos de años de cultura en este cruce de caminos.

Estoy en el Café Gijón de Madrid, en pleno Paseo de Recoletos. Es una mañana fría de invierno, de esas en las que la humedad de la lluvia se te mete hasta el tuétano. Hay espejos, mesas de mármol, una sola tertulia junto a la ventana y algunos camareros como salidos de otra época, rescoldos de otro Madrid más viejo y más gris que reparten aquí y allá infusiones con un deje secular, con la mecánica consciencia del que sabe que el café es lo de menos en un Café literario. Se respira un ambiente tranquilo, cargado de evocadores recuerdos de Historia Universal, de conciencia y memoria colectiva. Un hombre sentado cerca de mí se reclina sobre su banco en medio del crujido de una madera centenaria. Entre susurros y confidencias que no escapan más allá del humeante café que hay sobre la mesa, los parias de la vida se reúnen periódicamente en este lugar con la esperanza de ser reconocidos en su verdadera patria, la universal.

Curioso Destino. El año en que nací estas sillas, mesas y columnas soportaban ya sobre sí cien años de recuerdos. Ahora, veinte años después, estoy sentado como uno más en el mullido asiento que ocuparan años atrás grandes literatos, de los que hoy sólo quedan sus libros y alguna plaza perdida, y que ahora ocupan los nuevos parias —Bohemios es una palabra que ya no se lleva-, y entre sorbo y sorbo, voy viendo desfilar ante mí los escritores y músicos que ennoblecieron con su legado nuestra memoria.

Y sin embargo, entre luces, sombras y manchas de café sobre este papel blanco que rayo con mis reflexiones, puedo contemplar un futuro que me inquieta. Al margen de crisis económicas o políticas, de equipos de fútbol en descenso o del precio de la gasolina, lo que me preocupa es la crisis cultural galopante —ustedes ya me entienden, aunque no se si lo harán los abrazafarolas que presumen de ser “shu flamenkitos o morenikos” o la puta que los parió a todos, suponiendo que llegaran hasta esta parte del escrito y no lo hubieran utilizado para meterse una raya o fumarse un canuto a la segunda línea, los hideputas-. En esta sociedad que se deshilacha como la alfombra de Aladino, los de siempre han sustituido la cultura del estudio y el esfuerzo —que tanto bien hacían- por la juerga y el a ver quien toca primero el chichi de la Jenny. Recristo.

En todo caso, ver pasar por el ventanal un grupo de esa especie, no me va a estropear la mañana. No.

Porque sólo en el Café Gijón ocurre la curiosa sensación de dejar tus problemas en el dintel de la entrada, bajo el cual hasta hace bien poco, el cerillero y anarquista Alfonso vendía tabaco. Como un recuerdo de que lo humano y lo divino, podían entrelazarse al son de las notas del ¿desea tomar algo caballero?

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