Mis Vecinos los Porteros

Pues eso. Tengo unos vecinos que son porteros. Son padre e hijo y da la casualidad de que trabajan en portales separados por una calzada estrecha. Siempre me ha gustado verlos. Entre los buenos días por aquí y buenas señorita por allá, van pasando las horas de cada día. Con la gracia y el oficio innatos de quien se sabe sólo responsable ante sí mismo —los presidentes de comunidad y administradores pasan como la tormenta, y sin pena ni gloria dejan el sillón a otros. Y así, siempre-.
Pasaba yo hoy por delante de estos dos portalitos. Son normales, de barrio humilde, de cañas y tapas al lado de la plaza de las Ventas, con sus corridas, paseíllos y fiestas, de vuelta al ruedo y olé, con guapos, toreros y señoritos, señoronas opulentas del brazo de magnates incluidos.

Los verá siempre apostados en el pasamanos de la escalera. Atentos, al aire ausente. En las noches sin luna, oscuros y sombríos los chaflanes, abrirán las puertas al vecino apurado y sin mueca apreciable le dirán, de dónde viene usted don Francisco. Han heredado el oficio de los antiguos serenos. Nadie les preguntó, pero como todo en esta perra vida en la que un día te ves caballero y al otro pordiosero, tragan porque tienen bocas que alimentar y mujeres que, en alarde de épica lealtad y resignación, les ponen la mano al hombro al tiempo que los besan tiernamente, como sólo una mujer sabe hacer en un tiempo de olvido.

Y en esas que al pasar por delante y cruzarme con padre e hijo en animada charla con vaya usted a saber quién, me dio por pensar en que hay cosas que nunca cambiarán por mucho que la técnica y lo políticamente correcto se empeñe en apartarlos o dignificarlos con eufemismos como “empleado de comunidad” y chorradas por el estilo que maldita la gracia que les hacen. Porque si hay algo en que los porteros presumen y destacan es en su personalísimo deje castizo. Y ellos son porteros, a mucha honra.

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