Undómiel

Sobre el horizonte se acuesta el Sol, los muros del pueblo se tiñen de ocre. Los árboles, dorados. El calor remite y una brisa fresca trae las últimas luces del día. Es la hora dorada, aquella que en tiempos rodeaba al jinete. 


Y ahora ese jinete se encuentra mirando al oeste, una vez más, oteando. Y este se le escapa por momentos. Sus intenciones vespertinas escudriñan con ahínco esa línea por donde ve nacer, cada anochecer, la estrella de la tarde. Undómiel. Certero nombre para el indomable recuerdo del centelleante presente. 


Continúa buscando el caballero, espada recostada al cinto, coraza derruida por memorias en fuga, botas embarradas y escudo en huelga. Mirando el ocaso.


Tras él pasean ciertas imágenes en el clímax de los tiempos y, a su lado, ondea el pendón de la llama de su corazón, pilar en su día de joven imberbe. Y es en esas que el caballero se pregunta si el sueño es memoria o realidad. Si su corazón palpita al son de banales imaginaciones o, en cambio, tomó cuerda en el nacer de su hidalguía y permanece latiendo en pos de su mentora. 


Undómiel. Recuerda su nombre, secretamente otorgado en el sofá del cuarto piso manando complicidad, entre miradas centelleantes y vellos erizados.


El horizonte oscurece por momentos. Deseando tomar el camino recto hasta ella, el caballero planta la espada en tierra y continúa morando en el país de la ensoñación. Y la noche le da alcance y el cansancio no parece atraparlo. Insiste en su plan. Reunirse tras la línea del ocaso con su estrella de la tarde. 


Y Undómiel se destapa y con su media sonrisa saluda al caballero, desperezada tras largas veladas en otros parajes, en donde su brillo alumbraba yermos páramos vacíos de espadas, escudos y miradas erizantes. 


El jinete, que ni es jinete ni fue jamás caballero al tomarla de la mano, se pregunta si lo real es aquello, o su memoria. Así que parte hacia su estrella, quien lo aguarda envuelta en velada sonrisa, deseando hacer de ella realidad.  


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Gotas del río

Esta es la historia de un niño que por crecido que estuviera seguía siendo un crío.

El cuento del desgarro de quien por ignorancia puso la directa lejos de aquel desafío. Del hombre que miró hacia amaneceres diferentes del oeste que habitaba y en el que de miradas bisoñas desapareció, alejándose del calor que lo abrazaba en fiestas decadentes sí, pero que albergaban calores jóvenes. 

Y que hoy mira en derredor y solo halla el abrigo en esos calores, que mira al frente y sonríe, siendo el mañana el ayer y el pasado, presente de los atardeceres que aparecen a lo lejos, tras las montañas de la antigua candidez. 

Y sueña que sueña el niño y pasa la noche recordándolas, como pasan las gotas del río, cual húmedo presente evocándolas.

Cuando el futuro es una ilusión el niño deja actuar al corazón.

Pero aun si hoy aparece la razón el pasado irrumpe en la intuición. Quiere su atención, volar el puente seguro que brinda pero, si aún sueña, volverá a verla, ¡a ella!

Sabe que depende de él, como adulto que parece ser. Conoce el camino mas todo lo ignora. Y se lanza a recorrer la distancia porque el trecho que lo separa entre él y la memoria es corto. Intuye que de la primera calada a la última median un par de suspiros. 

Así que prosigue absorto. Y tirando de valor, se cala el sombrero y mira adelante. Atrás, el hoy. Delante, el ayer. De la mano los sueños.




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Estrellas en el mercado, el parque o la plaza

Mucho tiempo después el hombre paró en donde tuvo noticias de ella la última vez.

La buscó en la plaza, la buscó en el bar, la buscó en el parque, en el colegio, en el mercado. Se perdió entre las calles cuales pliegues de las sábanas que un día fueran geografías inhóspitas. Exploró el mapa de la memoria tratando de asir una realidad que se escapaba entre los dedos de unas manos que lo atormentaban.

Pero no la encontró allí.

Así que volvió sobre sí y encarando la moto que lo miraba con señas circunspectas, concluyó que ella no estaba. 

Quizá nunca lo estuvo. Quizás todo fue un juego, uno más de los que gustaba hacer, en aquel tiempo en que la libertad se disfrazaba de juventud. 

O puede que siguiera allí, que las noticias fueran ciertas. Que en aquel lugar los amaneceres siguieran bañando su sonrisa.

De cualquier modo él se sentía fracasado y eso, en cierta medida, lo hacía regresar a tiempos remotos. 

Así que desde la plaza se dispuso a partir a través de la llanura, lejos de aquellas tierras de sueños incumplidos y promesas de papel de fumar.

Cuando casco en mano y mochila al hombro oyó a lo lejos cierto llamar. Aquella voz. Un certero dardo al desolado corazón del jinete. 

Y ese fue el comienzo de otra historia, protagonista de los días que siguieron en donde las estrellas eran el preludio del mercado, el bar, el parque y la plaza. La misma que recordaría al ponerla negro sobre blanco en este papel, en la mesa que el tiempo brindaba para él, sobre la tempestad en la que naufragan voluntades y sobre la que rayaba su nombre pensando en otro amanecer estrellado.

Vivía con esa esperanza.

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Ayer, hoy y... Nunca.

Perdóname, 

por no haber sido

todos los hombres

que soñaron tus noches.


Disculpa los desplantes,

excusa los vacíos.

Distrae las ausencias,

olvida los hastíos.


Otro hombre. No...

Sí más fuerte pero,

también diferente.

Y es que no pude entretenerte

jugando a ser el que no sería

y disfrazando la autoría

del amor que pedías.


Oh perdona,

por jugar y olvidarte.

Por marchar y buenos días.


Y no fui los hombres 

que soñaron tus noches.

Y no soy aquel que dijo

volveré, ¡volveré!

Seré, ¿qué seré?

En la distancia canijo

y en la memoria, distinto.

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