La hora dorada

No era aún cerrada la noche, ni había cesado el vuelo de los pájaros, pero era una bonita noche. De esas noches en las que la duermevela rocía con su manto de ripia idealidad todo lo que se le antoja; imágenes vivas y dolorosos recuerdos. En verdad no había finalizado la llamada “hora dorada”, esa hora en la que todo es más bello por el simple hecho de que la melancolía de un sol en fuga prende de color todo lo que alcanza. En esos momentos, aunadas tonalidad, candidez y presencia, eran solapados los sentimientos, no quedando sino deleitarse con la bella estampa del crepúsculo.

A un lado, como salida de la nada ondeaba una melena fogueada; siendo la mirada acaramelada de su portadora tan sumamente turbadora, que no alcanzaba a entrever su profundidad. La hora resistíase a morir, y mezclando el halo misterioso y particular que nos regala cada anochecer con el pulso de una mirada, engalanaba la estampa confiriendo cierto aire de momentánea causalidad a la mujer que hendía intenciones en los ojos de este quien escribe. Pero lo cierto no es sino la propia verdad de cada cual, y la causalidad no sabe de amos, azares o supersticiones, por lo que aquellos ojos —ya dije en alguna ocasión que soy coleccionista de miradas— que hasta ese momento escrutaban mis pensamientos apartáronse de mi, no sin antes lanzar una pregunta al aire: ¿Estarás mañana por aquí? Habían sido palabras pronunciadas con un deje de irónica y desiderativa interrogación —no sin cierto pudor reconozco mi previsibilidad—, pues ella sabía la respuesta antes de considerar siquiera formular tales dudas.

Y ese dulce que brinda los vientos marchó, mas no importa, porque a fe mía que volverá, como vuelven, y como siempre han vuelto, todas y cada una. En este mundo, estar contra todo y contra todos no implica obviar la irónica contradicción de morir por una mujer; como hicimos y como haremos todos llegada la hora. Sólo importará si ese agridulce dolor que conlleva el amor nos emplazará a seguir el camino, o a tomar la primera parada y ahuecar por la posta. Aún así, hagamos lo que hagamos, nada podrá borrar esos momentos de bucólica irrealidad al abrigo del ocaso, en los que se pueden reflejar cientos de miles de pequeñas historias paralelas —qué originales creemos ser, cuando vivimos momentos que se van y no vuelven a pasar—.

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