Ruedan los kilómetros

El coche cabalga las curvas como un apuesto alter ego de la ensoñación; a fin de cuentas las ilusiones, a medio camino entre el origen y el destino, no son más que meras imaginaciones y diversos futuribles de un devenir particular. El marcador ronda los ciento veinte kilómetros por hora y en las márgenes de la autovía pasan raudos los postes de la luz, o los molinos de viento que recuerdan viejas hidalguías. Dicen que no hay mejor lugar para pensar que un volante y cientos de kilómetros por delante; no se si será el mejor, pero es verdad que ayuda a perder la mente por diversos recovecos olvidados de la memoria, y de paso, revivir cada momento, cada caricia y cada suspiro, que al alba de los tiempos fueron cincelados en el corazón, y rubricados con el sello azul de una mirada.

De fondo rotan los cedés, emanando melodías que evocan pasiones y melancolías, permanentes compañeras de todo paria del sentimiento. Llega un descanso, paro el motor y suelto un suspiro. Es un bonito lugar, rodeado de montañas y con un riachuelo que provocaría carcajadas a nuestros vecinos del norte, pero a mí me gusta, tiene encanto. Puede que me identifique con ese arroyo, camina despacio y en ocasiones rápido, y en él viajan todo tipo de seres, peces, plantas arrancadas, trozos de plástico, brillos y destellos de lucidez, remansos claros y turbulentos esquinazos. Esta sombra reflexiva se sienta en la orilla y pierde el sentido oteando ese lejano origen del que manan agua y vivencias, por lo que cierra los ojos y deja que el manto de Morfeo lo cubra.

El recuerdo de las sidras del sábado me hace reflexionar. Siempre se acaba perdiendo el control, y me pregunto, dónde está el límite, esa delgada línea que separa dos mundos. Es el orgasmo que mata y resucita, el clímax del disfrute, o el particular horizonte de sucesos entre el ser y no ser. ¿Es la naturaleza humana gozar sin medida? Puede que a quien lea estas líneas las mismas no le produzcan más que risibles dudas, o sonoras carcajadas. Pero sinceramente me da igual. Porque el quid de la cuestión radica en el ansia, ese particular luzbel que anima en la orgía del desenfreno a desear y desear, o a tomar cada vez más alcohol. ¿Inconformismo? ¿Desinhibición? El problema queda patente en el momento en que vuelves a traspasar la frontera, pero en sentido inverso. Esas conclusiones que a todos parecen surgir en el advenimiento crepuscular de la resaca son las mismas que me motivan a reflexionar. Porque, a fin de cuentas, siempre se yerra, y las consecuencias de nuestros actos, aún cuando las asumimos como propias, son rémoras que obligan a parar el vehículo, sentarse a la orilla de un riachuelo, y ponerse a escribir estos delirios…

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