El sueño de la valquiria

Caía la noche y la batalla languidecía. Era el crepúsculo de los tiempos, y la neblina amortajaba con su tenue manto los miles de cadáveres de guerreros caídos en pos de un ideal. Los árboles del bosque de Niflheim ardían lastimosamente desgajados por la ira y la sed de venganza, y las rocas del hogar de las tinieblas chorreaban la sangre del caído; sangre de orgullo, de lucha por la supervivencia, de amores perdidos y horrores consumados. El enfrentamiento ahora se encontraba a escasos cientos de metros de allí, allá en donde el caos adquiere su magnánimo sentido, las tierras de Odín.

Caminando entre los vapores de la guerra, el dolor y la desgracia, se encontraba Hilda, dísir de Freyja, comandante de las valquirias. Hilda llevaba eones sirviendo a su amo, recogiendo los cadáveres de todo guerrero valeroso digno de luchar junto a Odín en la batalla del fin del mundo. Sin embargo, esa noche los heroicos acerados habían caído por segunda vez, y los chasquidos de hueso y de metal componían el réquiem de los tiempos, su rival, no otras sino las fuerzas del caos.

Ese ocaso vagaba sin rumbo entre los árboles, su túnica teñida de sangre arrastraba la melancolía y el temor. Era curioso, durante el intangible devenir de los años había rescatado del olvido a todo aquel merecedor del título “servidor de Odín”, y ahora se percataba de que su deber había concluido. En su mente fluían las imágenes, recuerdos e ideas fundidas en la amalgama de la duda, y del sueño. Se preguntaba por el paradero de sus compañeras Sigrún y Brynhildr, conocedoras de los hechizos de la victoria. Las había perdido de vista hacía días, y ahora se encontraba sola ante la barbarie; distinto final en aquella ocasión, esa noche pugnaban dos visiones del mundo, quedando atrás todo lo demás. ¿Era esa su concepción de la guerra? Pese a haberla sobrevolado en infinidad de ocasiones, las palabras dolor y muerte nunca habían significado más que pasión y lealtad. De fondo seguía sonando la cruel melodía de la batalla, y ella parecía al margen de todo aquello, sólo un dios podría devolverla a la fétida realidad de vísceras, aullidos y muerte que la rodeaba, pero ya no quedaban dioses. Habían caído entre sus súbditos en cruel alegoría fraternal.

Entre paso y paso advirtió un rostro familiar. Era Freyja, lánguida y sin vida. Su cadáver había sido ultrajado por la sed de venganza, y su gélida mirada se perdía en el oscuro infinito de la muerte. Al fin pareció comprender. No luchaban por un ideal superior, ni por lealtad, la fría piel de su comandante se lo había mostrado. Era la noche de los tiempos y como meras ratas, todos habían mandado su ideal al cuerno. Sin dioses que los dirimieran, con Odín vencido, y sin más razón por la existencia que su propia vida, resultaba difícil seguir soñando.

Tomó el filo de acero de Valhalla, que por nombre respondía Boreal, y enfiló su último Destino. Atrás quedaban las dudas, los siglos de cosecha auguraban el sello de la Historia; deseó que todo hubiera terminado ya, mas empuñando la “emisora de auroras” se adentró en la niebla. No quedaba sino vencer, o morir.



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