Amalia

Vengo hoy cariacontecido. Y no es para menos, habida cuenta de que me he percatado de mi desconocimiento sobre cómo se llama la vecina de enfrente. Puede parecerles irónico, incluso risible, pero es una verdad que trae cola.


A ver cómo se le queda la cara a uno si tras veinte años de existencia, sólo conoce los apellidos de la vecina simpática a la que siempre saluda. Amelia creo que se llama. Cuando me ve, seguro que está apunto de decirme baja el volumen, chaval. O eso creo, porque reconozco que soy un melómano que sin música no puede vivir. Y va la torda y no lo hace, me mira como sólo una mujer entrada en años sabe hacer y yo la correspondo con la complaciente mirada del a ver si llega ya el ascensor. Manda huevos.

Esto tiene tela. Como decía uno que yo me se, pardiez, yo también he caído. Cosas de la vida, supongo. Un día te levantas y descubres que poco a poco, paso a paso, día a día, te vas convirtiendo en ese ser asocial que tanto criticas. En esos pies que te llevan de un lado a otro, que de verlos caminar te los sabes de memoria.

No quiero decir con esto que desee la multitud, pues en ocasiones rayo en la misantropía, pero sí apuntar que ya está bien, coño. Que estamos perdiendo hasta lo más importante, aquella calidez entre las personas que por azares de la vida se veían obligadas a convivir en un edificio, y a soportarse.

Por eso me dan ganas de que la próxima vez que nos crucemos en el ascensor, o cualquier noche en el que el sueño se interrumpa por su radio del averno, de decirle ¡ole tus cojones, Amalia, Amelia o Emilia!

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