Café del Mar

Qué fácil es en ocasiones. Bastan unas fotos, unos recuerdos, unas vivencias con historia para acodarte en una barra y ver pasar tu vida y tus recuerdos.

Sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Charlando. Se trata del Café del Mar de Gijón, pero lo cierto es que nos valdría cualquier barra del mundo. Juanjo y yo nos encontramos mecidos en la neblina del ambiente, como diluyéndonos en la bruma de los recuerdos. Es increíble —Juanjo, volviendo en sí, se incorpora y apunta-, cómo nuestros más hondos deseos son capaces de llevarnos a cometer las mayores locuras. De galopar en el devenir de nuestra conciencia aupados en el corcel del todo es ahora. —Dejándome llevar por las notas del “Sun is Shining”, que puebla nuestra melancolía y que se pierde mar adentro, allende San Lorenzo, asiento con la cabeza-. Es un dolor —añade Juanjo, inclinándose sobre su ginebra, paladeándola como sólo sabe hacer un paria-, es una agonía, nunca sabes si aquel beso perdido en el discurrir del pasado, hundido en la monotonía del presente y ahogado en el imposible del futuro, volverá a ti como aquella vez. Volver a contemplar aquella joven mirada azul, aquella vida derramada en los labios de nácar suena utópico, sólo puebla los rincones de nuestra alma, reverberando en el alba del ayer.
Tras la tercera ginebra, mientras enciendo el último cigarrillo, que sabe a despedida, veo derramar unas lágrimas que se confunden con el gris plomo del cielo y con mis propios recuerdos. Lágrimas que son una afirmación y una pregunta, en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Juanjo en voz alta sus pensamientos, y yo sigo escuchándolo, viendo consumirse el vestigio de cigarrillo que, en humo como la vida misma, se va diluyendo en la nada. La música del Café del Mar suena en esta mañana gris, que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vaso de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los dos, y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos. Y en este momento Juanjo está diciendo es la historia de nuestra existencia, de la tuya, de la mía, de la de todos, conscientes o no. Le dejo afirmar todo eso sin interrumpirlo mientras la música del café va llenando las pausas. Nos miramos y sus ojos, caoba y profundos, parecen preguntarme dónde está el fallo, amigo mío. En qué punto de nuestra existencia nos equivocamos, cuándo perdimos la suave mano que un día juró no soltarnos nunca. No nos equivocamos —apunto-, jugamos nuestras cartas limpiamente y sin doble juego. Mirando receloso, me dice que aquel amor de adolescencia en el que vaciamos nuestro ser se perdió. Asiento, tiene razón el amigo. Es verdad Juanjo —añado-, no volverán aquellas miradas, y aquellos besos se perdieron como lágrimas en la lluvia, al tiempo en que ellas eligieron irse de la mano de San Buenaventura y dieron de bruces con San Malatesta, pero ellas siguen vivas, nos acompañan en este preciso instante, en tu copa y en mi cigarrillo, en tus noches de duermevela y en mi alba de océano melancólico. Ah, vida.

Salimos al paseo marítimo envueltos en la bruma que todo lo baña. Si algún curioso hubiera reparado en nuestra presencia, hubiese visto apenas dos sombras perderse en el olvido.

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