El Gran Juego

Esta sala de espera en la que se ha convertido nuestro curioso devenir no entiende de días ni de noches, de bien ni mal, ni de luces o sombras. Sólo entiende del lento tic tac a veces acerado, incluso en ocasiones envuelto en fluorescente evanescencia, redivida día a día en el tañer de nuestra propia experiencia.

Y resulta que, en medio de la vorágine costumbrista, llega un momento diferente. Uno de tantos que nos pueden hacer pensar en lo digna —aún así— que es de vivir nuestra vida. Como aperitivo vespertino, dulcemente otorgado por la vana ilusión de quien vive pensando en el mañana, pensemos pues en un pequeño episodio —de los que no se registrarán nada más que en el abismo de la memoria, siendo recordados vívidamente por los afortunados protagonistas— de unas horas en la vida de dos peones de este gran juego.

Era media noche y la duermevela se posaba sobre los tejados de una población sumida en la praxis salival de unos pocos seres anónimos, que con sus caricias, rubricaban con pan de oro su presente. Una de esas parejas —escapada de la inquisitorial mirada de las buenas costumbres— reposaba furtivamente en una cama en la que el morbo, la humedad y el olor a sexo prenderían el mismo ártico. Bésame dijo ella, y la locura hormonal fieramente desatada de los más recónditos eones, los cubrió con su manto desatado del placer. Llevaba medias negras, y colgando de su mirada un deje de irónica rebeldía. Él, triunfador en la empresa que acometía en los albores de la noche, paladeaba cada beso y cada descarga de eléctricas sensaciones. Y lentamente, sin perder ese aire casual que desprenden dos almas errantes unidas por el deseo, se fueron sumiendo en vapores oníricos que habían llegado casi sin avisar, pausados y sigilosos, duchos en el arte del olvido. Muy lejos de todo aquello creyó estar al despertar abrazado al hueco de su ausencia en el colchón. Las sensaciones habían volado y con ellas, su cartera y las llaves de la venox. Y como el paria que nunca dejó de ser se puso en pié, arrastrando el olor de la noche y los recuerdos del espejismo en el que pensó instalarse para siempre.

Paradojas de la vida, en la que cada cual adopta el papel que desea, desde la femme fatale hasta las buenas costumbres, o del seductor engañado al lento rodar de la chopper. La diferencia radica en cómo miramos a la vida, de frente, prudente costado, o temeroso revés.

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