Puesta de Sol en Debod

Pues eso. Conozco a un par de ancianos, la típica pareja de amigos de vuelta de la vida. Pasan de los setenta y muchos, pelo blanco recién cortado y gorrilla a juego, con una chaqueta con más historia que todo el barrio de Lavapiés. Me los encuentro de vez en cuando, aquí y allá, y tienen la curiosa virtud de aparecer en el momento más inesperado, detrás de un árbol en Florencia, acodados en un muro del Sacromonte de Granada, incluso los he visto tras su particular chaflán en donde la vida da la vuelta. Ayer los volví a ver cerca del templo de Debod, en Madrid.

Pasaban de las siete de la tarde y el Sol lamía con desgana las cada vez más alargadas sombras de nuestras siluetas. Con un deje de irónica curiosidad mis viejos amigos parecieron mirar hacia mí de nuevo. Soy de naturaleza tímida, por lo que no mantuve la mirada más allá del mensaje que me transmitieron aquellos ojos, ya secos, a base de derramar sudor y lágrimas a lo largo de los duros años que les ha tocado en suerte vivir. Como digo, aparté la mirada al ver en ellos reflejada la pequeña e incómoda historia de siempre, la de los pocos seres que aún aguardan un mero reconocimiento sobre sí mismos.

Caminé otro poco y alcancé un bonito mirador desde el cual se dominaba el Madrid de taberna fundido con el de salón. Seguían allí. Siempre siguen. Esta vez observé algo diferente ¿me estoy volviendo loco? —Me pregunté a medio camino entre el miedo y la sonrisa—. Aquellos venerables abuelos no eran dos extraños que el fluir del Destino ponía de tanto en cuando, para recordarme con hechos que mi sendero de crecimiento personal no varía en mucho del que siguieron ellos en su día. Por el contrario, los conocía bien, más incluso que a mí mismo.

Y de pronto comprendí. Aquellos curiosos que de vez en cuando nos miraban éramos mi amigo y yo, y que desde el lugar en donde habíamos estado hasta ese momento se acostaba el Sol entre luces estertóreas, escapando en el vacío de su insondable caminar.

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