Esa Torre


Abro los ojos. Tras las gafas de sol —que espejean al ritmo de la carretera— se dibuja un camino diferente. Miro a través de la ventana del bus y no veo más que el propio reflejo de un ser melancólico. Los minutos pasan despacio, al ritmo pausado de un corazón podrido de latir. Campos, cereales, gasolineras, sensaciones y recuerdos. Se hace difícil centrar la mente. Ahora mismo se encuentra dividida entre tres filas más adelante y a la vez a miles de kilómetros de este autobús.

Escasos minutos atrás mi mirada divagaba entre el horizonte, ella, y mis propias botas. Bello panorama el de hoy. Ver pasar la vida encaramados en los sonoros pasos de un pueblo olvidado en demasía. A cincuenta metros de altura todo parece distinto, hasta el mero compañerismo se disfraza de cómplice asentimiento, y los cigarros se consumen paralelos a las almas de dos seres casualmente reunidos en la ventana de una torre.

Es maravillosamente extraño, inaudito, nuevo. Debajo de los sillares de caliza milenaria el mundo parece detenerse, y sólo el pom pom, pom pom, de nuestros corazones insufla el aliento necesario para no sumirnos en la más profunda de las noches.

Estoy entrando de nuevo en Madrid. En un sutil baile de imágenes voy y vengo entre el ahora y el ayer, mientras las sombras de los edificios envuelven todo mi ser. Al tiempo que me despido de ese paréntesis que ha marcado mi día y mis recuerdos, digo adiós a esa vivencia necesariamente obligado a olvidarla para siempre.

Eran las seis de la tarde de un apacible día de abril…

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